Solía contratar los servicios de un chapero distinto una vez al mes en un fin de semana. Llevaba más de cuatro años manteniendo encuentros esporádicos con hombres, desde los dieciséis había intentado todo para que me gustasen las mujeres, salía con cuanta chica conocía, las cortejaba y las volvía mis novias, a la mayoría de ellas llegué a apreciarlas; después de muchos años de intentarlo, me di cuenta de que las mujeres me gustaban pero no me erotizaban; terminé de entenderlo luego de cumplir veinte años, cuando estaba en la academia y tuve mi primer encuentro sexual con un hombre.

Sucedió uno de los sábados de juerga que teníamos cuando nos liberábamos de la rigurosidad y el estrés a los que éramos sometidos en la academia durante la semana, los más de cuarenta reclutas invadíamos los bares de los alrededores: bebíamos, fumábamos, bailábamos y, la mayoría, se llevaban a moteles o, los que ya gozaban de ciertos lujos, a sus apartamentos de solteros a las chicas que conocían durante la juerga; teníamos veinte años y queríamos creer que la vida no se nos iba de las manos, queríamos creer que éramos libres, olvidarnos, aunque fuese solo por un momento, de que nos convertiríamos en policías que tendrían que servir al estado y sus disposiciones para siempre. También, celebrábamos que, a pesar de todo, la fortuna nos acompañaba; la guerra de Vietnam era ya una realidad y, al igual que yo, varios de mis compañeros habían preferido convertirse en policías que ir a perder la vida a una guerra que no queríamos luchar.

Clay, ese era el nombre de aquel chico que fue el primero en mi vida, a diferencia de la mayoría, si añoraba el convertirse en policía. Era el mejor de toda nuestra generación, lo demostraba en cada clase, ponía todo su empeño en sobresalir: siempre participaba, siempre levantaba la mano, siempre iba al frente de todos. Recuerdo que, a pesar de la rigurosidad con la que se esforzaba por ser el mejor, Clay era el primero también en animarnos a participar en la juerga, el que sugería a qué bar ir, el que abría la pista de baile cuando la música comenzaba a sonar.

La noche de mi primera vez con un chico, Clay y yo fuimos los últimos en permanecer en el bar, el resto se habían marchado con sus conquistas o se habían ido en busca de lugares que les permitiesen seguir de juerga. En mi memoria aún tengo grabada la imagen nítida de Clay acercándose a mí con una sonrisa genuina que dejaba al descubierto sus pulcros dientes, con esa mirada divertida y despreocupada que siempre lo acompañaba.

—¿Qué, acaso ya se ha terminado la pila? ¿O estás tan borracho que no puedes seguir? —me preguntó sin dejar de mirarme.

—Ni lo uno ni lo otro —le contesté y correspondí a su sonrisa—, simplemente esta noche no me interesa perder el control.

—Quieres juerga tranquila, entonces.

—Quiero juerga tranquila, sí.

—Vamos a mi apartamento pues.

Aquella madrugada, Clay me invitó a su apartamento de soltero y ahí ambos seguimos bebiendo, él abrió una de las botella de whisky que guardaba en la cantina y tomamos hasta que nos pusimos borrachos de verdad. Con el tiempo entendí que ponerme y ponerse borracho fue una táctica que Clay utilizó para no tener que afrontar culpas, para marear a la consciencia, para justificar los actos de lo que ocurrió. Con los años, yo mismo aplicaría esa táctica para exculparme y para ocultar y negar la verdad sobre lo que sentía.

Recuerdo que en algún momento de la noche, Clay sacó una de esas revistas que comenzaban a popularizarse entre los hombres, que incluía fotografías de chicas en bonitos y elegantes vestidos, y me las mostró con la misma sonrisa genuina con la que se acercó a mí aquella noche, comenzó a hablar sobre los cuerpos de esas mujeres, sobre lo lindas que le parecían, sobre todo lo que les haría si la tuviese de frente. «Estoy muy caliente», recuerdo que me dijo y, de pronto, se desabrochó los pantalones y liberó su verga, su verga dura y erguida y comenzó a masturbarse. Recuerdo también aquella primera revelación. Recuerdo la excitación que se mezclaba con el miedo. Recuerdo el deslumbramiento. Recuerdo el deseo, un deseo que me envistió como un toro furioso y derrumbó todas mis creencias.

Deja que anochezca [ONC]Where stories live. Discover now