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Desvaneciéndose, como el algodón de azúcar al entrar en contacto con tu lengua, se fue perdiéndose en la negrura de la noche posterior a un ausente amanecer.

Derribada, como los pinos tras ser golpeados con la bola, caminó con paso lento sobre el frío pavimento aquel día de noviembre.

Susurrando, del mismo modo en que lo hacía en tu oído por las mañanas, palabras incoherentes con el dolor anclado en el pecho.

Llorando, de la misma forma que lo hacía cuando le gritaban y tú la consolabas, pero ahora fueron tuyos los gritos.

Recordando, de la misma manera en que tú la recuerdas ahora, las situaciones previas a la huida.

Muriendo con cada gota de felicidad que se deslizaba entre sus dedos, cayendo al suelo, desapareciendo.

Matando con cada calada profunda al cilindro entre sus dedos.

Ahogando cada sollozo con un nuevo trago de alcohol buscando olvidar.

Yéndose.

Marchándose para jamás regresar.


ReflexionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora