Nunca debí caer por él.
Sin embargo, tampoco detuve mi descenso.
Nada logró apaciguar las maliciosas llamas de deseo que se prendieron dentro de mí.
No su frialdad.
No su silencio.
No sus advertencias.
No las consecuencias.
Y mucho menos la diferenc...
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FRANCHESKA.
No podía detenerme y tampoco era como si quisiera frenar ese momento para mí. Alrededor de Aleksander y yo solo había un denso manto de lluvia que nos aislaba de todo, mientras yo me encontraba a horcajadas sobre él, con el volante pegado en la parte baja de mi espalda, mientras sus manos se encontraban en mi cintura y las mías en sus hombros.
No pensamos en decencia o culpa, en nada, mi boca continuó encima de la suya, mientras nos devorábamos con labios, dientes y lenguas. Lo hice mientras los escalofríos llenaban mi cuerpo y solo su tacto eran capaces de calmarlos.
Debido a la fuerte lluvia, no lo grabábamos ver mucho hacia el exterior y si las ventanas del auto de él no fueran polarizadas, tampoco lograrían ver mucho de nosotros.
No lograrían ver la manera como nos estábamos besando o la forma como mi vestido se subió a mi cintura en un desastre y mis nalgas estaban encima de su dura y prominente erección.
Gemí cuando me obligó a llevar el beso más lejos y enredando una mano en mi largo cabello, giró un poco mi cabeza para tener más acceso a mí y siguió adelante, demostrándome que, si antes tuve la idea de lo que creía que era un beso, estuve totalmente equivocada.
Los besos reales eran con él, con más nadie.
—Usted me obliga a ser un desastre —dijo, separándose de mí y buscando mi mirada—. Me hace pensar en hacer cosas que sé que están mal, pero puedo asegurarle que se van a sentir muy bien.
Mis muslos se apretaron ante aquellas palabras, porque estaba lo suficientemente excitada para querer y pedirle más.
Aún así, en ese momento no dije nada, solo estiré la mano para tocar su rostro y maravillarme con el hecho de que era muy atractivo y aún no sabía cómo habíamos terminado juntos.
—Lo odio —dije de repente, llenándome de valor.
—¿Me odia a mí? —enarcó una ceja y yo negué. —¿Entonces?
—Odio que ella lo toque cada que quiera —nuestros ojos se encontraron y yo le sostuve la mirada—. Odio que hable del hecho de que se van a casar y diga cosas de los dos.
—Francheska.
—Ella lo tocaba ayer como si usted fuese solo suyo —las manos de él volvieron a mis caderas, mientras yo me quedaba ahí en su regazo—. Soy una descarada, pero la odio y lo hago aún más mientras pienso en lo que probablemente hicieron ayer.
—¿De qué habla?
Nunca había querido hablar de ello porque, después de todo, yo no tenía derecho para hacerlo. Aún así, en ese instante, si lo sentía y por eso dije: