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El bus avanzaba por la carretera con un suave traqueteo, dejando atrás una estela de polvo. Había resequedad en el ambiente, se notaba que iban varias semanas sin llover en este lado de Texas.

Iris recostó su cabeza en el asiento mirando por la ventanilla el paisaje que, a pesar de la falta de lluvia, todavía tenía mucho verde. Estaba volviendo a casa luego de dos años, y este no era el tipo de regreso que quería.

La palabra derrota colgaba en su mente como un bufón demasiado necio. Se burlaba de su vida, se burlaba de sus propósitos.

Tragó saliva intentando pasar el nudo de su garganta, pero no fue posible, y, por el contrario, los ojos se le inundaron de lágrimas. No quería volver así, pero ya no podía seguir buscando. Había perdido demasiado ya, tenía que recoger lo poco que le quedaba de su vida y seguir viviendo.

Disimuladamente, se secó las lágrimas que bailaban amenazando con caer, y respiró profundo varias veces. El asiento a su lado no estaba desocupado.

—Te prometo que estaré bien —le había dicho a su padre antes de partir a Italia, y él la miró con ojos llenos de preocupación, conteniéndose para que ella no lo notara—. Es algo que tengo que hacer, papá.

Ahora recordaba que él la había abrazado y bendecido. La llamaba siempre que podía, preguntándole qué hacía, cómo estaba. ¿Cómo lo iba a enfrentar ahora?

Él le había dado tanto... había puesto su confianza en ella, su orgullo... y lo había defraudado de una manera en que una hija jamás debió defraudar a su padre.

Pero no era su culpa, ¿verdad?

Era lo que se repetía una y otra vez. No era su culpa. Ella era inocente. Culpable de otras cosas, pero no de eso que la acusaban.

Se había ido de casa a los dieciocho, orgullosa y llena de un sano optimismo. Tenía sueños, muchos sueños, y estaba acostumbrada a que las cosas le salieran bien. Era buena en sus estudios, miembro del equipo de básquetbol femenino de su escuela, líder del club de periodismo. Siempre estaba haciendo algo, cubriendo la noticia, o generándola.

Su intensa actividad le había ganado una media beca en la universidad de Columbia, en Nueva York. Había pensado en rechazarla; había otras universidades menos prestigiosas que le daban la beca completa, o que, aun sin beca, eran más económicas, pero para Hans Fritzcher no había gasto que su hija no mereciera. Se deshizo de tierras, ganado, y otros bienes... y le pagó la universidad a su hija. Había mirado a sus padres con aterrado amor, y a sus hermanos mayores con cierta vergüenza... por ellos no habían hecho tanto, pero al parecer, no le guardaban rencor.

Era la menor de cuatro. Sus tres hermanos mayores eran todos tipos grandes, llenos de testosterona, capitanes de fútbol, de natación, y de cuanto deporte se le ocurriera a su padre inscribirlos. Siempre se estaban metiendo con ella tirándole de las trenzas, lanzándola al río para que aprendiera a nadar por su cuenta, metiendo ranas en su bolso para que se asustara, pero en cuanto notaban que alguien más se metía con ella, cerraban filas para protegerla. Sólo ellos tenían derecho a molestar a su hermana pequeña, era su lema.

Habían ido dejando el nido poco a poco a medida que fueron creciendo. Ella fue la última, y por eso le dolió dejar a sus viejos solos, pero tenía que hacer su vida...

Qué ingenua era. Debió quedarse en casa, nunca debió dejar Kerrville.

Todavía recordaba su primer día de clase. Ella había pensado que era bastante moderna para ser de un pueblo de Texas, pero estaba tan equivocada... De inmediato se dio cuenta de la diferencia entre las otras chicas y ella, pero no se dejó amilanar y corrió hasta ponerse al día, a la misma altura que las demás. Amaba el periodismo, quería ser una columnista famosa. Pronto se dio cuenta de que eso estaba en el pasado. Que ya nadie escribía columnas como antes, que lo de ahora eran las redes sociales o la televisión.

El mundo en tus besosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora