Nunca debí caer por él.
Sin embargo, tampoco detuve mi descenso.
Nada logró apaciguar las maliciosas llamas de deseo que se prendieron dentro de mí.
No su frialdad.
No su silencio.
No sus advertencias.
No las consecuencias.
Y mucho menos la diferenc...
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FRANCHESKA.
Miré mi reflejo en el espejo, mientras trataba de gobernar mis sentimientos y de igual manera, intentaba silenciar la agonía que sentía dentro de mi corazón y en mi cuerpo en general.
La imagen frente al espejo me devolvió la vista de una joven de veintiún años que se veía perfecta, pero quizás hueca de alguna u otra manera, porque a pesar de que me veía hermosa -me había esforzado demasiado para aquello-, por dentro de mí, en todo mi interior, me sentía más fea y vieja que nunca. Como alguna clase de objeto usado que no servía y jamás tendría uso de nuevo.
—Sonríe —me dije a mí misma—. Solo sonríe.
Para la ocasión, estaba vistiendo una blusa pegada al cuerpo de color vinotinto y una falda que simulaba el cuero del mismo color. Encima de todo, traía una gabardina marrón y unas botas del mismo color. Era una ropa linda -tenía que admitirlo-, algo elegante y perfecto para el invierno. Algo que normalmente me haría sentir femenina y bonita, pero no era la ocasión, no cuando fue Zandra quien pagó por toda aquella ropa.
Llevaba más de treinta minutos tratando de elegir si dejar o no mi cabello suelto, pero al final, cuando no pude hacer nada con los rizos, simplemente decidí por recogerlo en una coleta templada que traté que fuese lo más elegante y pulcra posible.
Me estaba esforzando, demasiado, incluso me maquillé un poco más de la cuente, pero eso también fue pedido de Zandra, puesto que el morado en mi mejilla se había oscurecido aún más y el corte en mi labio y los pintos debajo de éste, no se fueron y por ello terminé pintando mis labios rojos para simular todo el desastre, pero no funcionó mucho.
—Hoy inaugurarán el restaurante de un primo mío y será un acontecimiento fantástico —me dijo Zandra en la mañana—. Nos invitaron a Franko y a mí, pero nos encararías que vinieras con nosotros.
—Seguro —mi respuesta había sido monótona, porque de cierta manera, últimamente me había sentido de aquella manera—. Gracias por la invitación.
Ni siquiera me había sentido alegre ante la idea de salir con mi padre a hacer algo juntos, pese a que por mucho tiempo le rogué aquello. Solo acepté y el resto del día intenté fluir y acallar mi mente.
Intenté borrar el como me sentía pero fue imposible, cada que cerraba los ojos, recordaba las palabras de mi padre y más allá de eso, recordaba su golpe y su mirada. Una mirada repleta de molestia y quizás fastidio, una mirada que dejó muy en claro que la única que sentía amor ahí era yo y que probablemente éste jamás sería recíproco.
Cinco días.
Cinco días transcurrieron desde aquella noche en donde mi padre me gritó y después me abofeteó de manera brutal. Cinco días desde que él me había pedido que me devolviera a España y dejó en claro que no me quería ahí en su casa, porque no aportaba nada bueno y probablemente lo iba a avergonzar más de lo que ya lo estaba haciendo.