Capítulo 25

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No podía quitarse de encima la sensación de que algo malo iba a pasar. La lógica le decía que solo era su miedo que lo llevaba a exagerar el potencial peligro, pero su intuición le indicaba todo lo contrario. Con cada minuto que pasaba, más se arrepentía de haber aceptado que Ana se involucrara, incluso por algo tan noble como era ayudar a sus amigos. Más allá de la mierda en la que los hermanos Deglise estaban metidos, alguien se encontraba al acecho de ella, atento a cada paso que daba, esperando el momento ideal para atacar. Tendría que haberse negado con más firmeza.

Ignorando el nudo que empezaba a formarse en la boca de su estómago, avanzó por el pasillo en dirección a la oficina de Gustavo. Le había costado más de lo que pensaba separarse de ella y dejarla en esa barra, sin su protección, pero sabía que no tenía otra opción. Al menos, había quedado a la vista de los empleados, lo cual la resguardaba de alguna manera. Si alguien intentaba lastimarla, no sería tan estúpido de hacerlo delante de ellos. O, al menos, eso necesitaba creer.

Dispuesto a despejarle el camino y facilitarle las cosas para que no se demorase más de lo necesario, continuó caminando. Antes que nada, debía asegurarse de que él no estuviese en su interior. Solo pensar en la posibilidad de que se cruzase con ella lo sacaba de su eje, por lo que apartó ese pensamiento de su mente y se concentró en la tarea que tenía por delante. Sabía que siempre cerraba con llave la puerta en su ausencia, por lo que tenía que abrirla para ella.

Por fortuna, no tuvo dificultades para hacerlo. Debido al horario, la discoteca se encontraba bastante despejada, así que, en unos pocos minutos, logró destrabarla y continuó su camino hacia el despacho de Ariel. Ni siquiera precisaba verlos para confirmar que estuviesen allí. Si sus guardias se encontraban afuera, ellos estaban adentro, simple. Además, todas las noches, antes de los recitales, se reunían allí a solas. No sabía de qué hablaban, nadie lo hacía. No obstante, no sería para tratar asuntos familiares, de eso no tenía la menor duda.

Al llegar al extremo donde el pasillo giraba, se asomó con cuidado de no ser visto. Al igual que las veces anteriores, dos de sus guardaespaldas se encontraban de pie junto a la puerta, uno a cada lado de esta. Sus posturas eran rígidas y sus expresiones, duras, frías, distantes. El otro custodio debía de estar en el exterior, asegurándose de que no hubiese ningún movimiento extraño. Ariel siempre le había parecido un hombre muy paranoico y ahora entendía la razón.

Nada de esto le gustaba. Podía sentir la tensión en su cuerpo, su corazón bombeando fuerte dentro de su pecho y su respiración acelerada. Era su intuición, lo sabía, sus entrañas advirtiéndole que lo dejara todo y saliera de allí. Sin embargo, no podía renunciar ahora. De ellos dependía que Alejandro volviera a contactar a Martina. No iba a fallarles por un mal presentimiento.

Volvió a fijar la mirada en los guardias. Tenía que tener cuidado. Los tipos eran profesionales y cualquier cosa fuera de lo normal, por muy pequeña que fuese, activaría sus alarmas. No importaba que lo conocieran. Si algo en su actitud no les cerraba, no dudarían en detenerlo. Sin demorarse más, sacó su celular del bolsillo y le escribió a Ana para que se pusiera en movimiento. De nuevo, sintió que su estómago se estrujaba. ¡Mierda! Necesitaba que los minutos avanzaran más rápido para poder volver con ella y sacarla de allí de una vez por todas.

De pronto, vio que uno de ellos se llevaba el teléfono a la oreja y tras intercambiar un par de palabras, que no alcanzó a oír, con su interlocutor, volvió a guardarlo en su bolsillo. Sin embargo, no tardó en enterarse de qué se trataba. Nada más cortar, este le comunicó las novedades a su compañero. Según sus palabras, Ariel quería quedar bien con Bermúdez y esa noche tenía pensado llevar a su puta al encuentro para ofrecerla como parte de pago y ella llegaría en unos minutos.

—Las cosas que le haría yo a esa rubiecita si pudiera —murmuró el custodio con una sonrisa burlona.

—Que no te escuche el jefe o te la corta —bromeó el otro.

Su última esperanzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora