La guerra con los dragones al fin había acabado, Elsa sintió que ya respiraba con tranquilidad. Estoico el Vasto, el jefe de la tribu, había prometido que ya jamás serían perturbados por esas bestias salvajes, que de ahora en adelante sólo habría pa...
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Desde ese entonces, había estado vigilando con sigilo a Elsa.
Cada movimiento que tenía, a cada lugar que debía acudir, todo su itinerario se había memorizado. Los integrantes de su nuevo equipo habían colaborado con éxito en su objetivo.
Pronto se percataron de las salidas nocturnas que solía darse, o los kilos extra de pescado que cazaba, incluso el hecho de que su habitación nunca parecía verse alumbrado al pasar la tarde, pequeñeces que cualquier persona dejaría pasar, pero no Astrid.
Y así como notaron el comportamiento de Elsa, también se dieron cuenta que en las noches, animales nocturnos volaban sobre la isla.
Al principio pensaron que se trataban de parvadas de pájaros, pero las siluetas que lograban observar se miraban de gran tamaño, sobrepasando el de las aves comunes.
—Mira, ahí vienen de nuevo —anunció Harald.
—Agáchense —exigió la rubia.
Todos guardaron silencio, inclusive contuvieron la respiración con tal de no llamar la atención de lo que sea que fueren esas cosas.
—¿Cuántos eran? —preguntó Astrid mientras sacaba un pequeño cuaderno donde registraba lo que consideraba importante.
—Yo conté seis —susurró un miembro atrás de ellos.
—Ayer eran cuatro –comentó, viendo lo escrito con anterioridad. Cerró el cuaderno de golpe, con la mirada perdida en la nada–. Algo malo se aproxima. Debemos atrapar al furia cuánto antes.
[...]
En las semanas siguientes, el número de "sujetos" (así habían decidido nombrarlos, puesto que no estaban seguros de lo que estaban lidiando), había incrementado más y más con el pasar de los días. Llegó a un punto en que no pudieron vigilar más por el temor de toparse con ellos.
Astrid no tenía miedo, pero no quería exponer a los demás en una posible batalla, del cual, sin duda perderían.
El grupo de Astrid se reunió por la noche en los comedores, esperando la llegada del jefe para informar todo lo que descubrieron.
—El jefe ha llegado —anunció uno de los jóvenes que se habían quedado en la entrada para vigilar los alrededores.
Todos se pusieron de pie en cuanto vieron a Estoico entrar.
—Tomen asiento –ordenó el vikingo, todos obedecieron–. ¿Han encontrado algo relevante?
La rubia se puso de pie, con el cuaderno entre sus manos.
—La parvada ha aumentado de sujetos, iniciaron con dos, actualmente lo conforman quince. Hay noches en que parecen faltar, pero este es el promedio.
El ojiverde chistó con molestia.
—¿Saben la causa?
—Posiblemente puedan detectar el olor del furia luminosa.
—¿La sospechosa y la bestia se han topado con ellos?
—No, ella sale alrededor de las 2am, la parvada pasa a las 5am. A veces el horario varía minutos, depende del clima y la visibilidad.
Estoico se quedó en silencio, ordenando sus pensamientos, incluso dudando si debería comentarle su hallazgo a la mente maestra de esta nueva organización.
Como siempre, Astrid se percató de la situación en la que estaba envuelta el jefe, por lo que preguntó en voz baja: —¿Sucede algo, Estoico?
Se tomó su tiempo para responder. Pero al final lo hizo, colocando un objeto encima de la mesa.
—¿Eso qué es, jefe? —Harald preguntó, pues se encontraba lejos, por lo que no podía ver qué era.
La ojiazul lo tomó en sus manos.
—¿Tela? —arrugó la nariz, consternada.
—Lo encontramos en la última expedición que hicimos. En el archipiélago Aesir, junto a restos de una fogata —esto rápidamente captó la atención del grupo.
—¿Le pertenece a una tribu desconocida? —todos comenzaron a susurrar las teorías que se les ocurría.
—No lo tengo claro. Tiene un bordado que no logro reconocer.
Astrid lo giró para saber de lo que el jefe hablaba. Tan pronto vio la forma, pensó en una persona.
—Harald, acércate —pidió. En cuestión de segundos el muchacho estaba a su lado–. ¿Esto te parece familiar? —le entregó la tela.
Después de examinarlo, asintió.
—Sí me es familiar, aunque no estoy seguro si deba decir nombres... —bajó la voz al final de la oración.
—¿Por qué no estás seguro?
—He visto este color, y este tipo de tela, pero no he visto la misma figura que hay, sólo unos parecidos.
—¿En quién? —preguntó Estoico.
—En los trajes del señor Agdar.
Astrid apretó la mandíbula con fuerza, para evitar que se le escapara una maldición.
Otra vez esa estúpida chica.
—Elsa también los tiene, los veo ocasionalmente en sus vestidos a la altura del pecho, por lo que no puedo mirar por mucho tiempo —la cara del joven se tiñó de un rojo por la vergüenza de exponerse así ante sus compañeros.
Ahora todo el mundo sabe que le prestas mucha atención a la albina.
—Estoico, debe contarme todo lo que sepa sobre ellos.
El mayor suspiró.
—Retírense —espetó. Los chicos rápidamente acataron sus indicaciones, vaciando el comedor casi por completo.
—Sabía que ellos no eran de aquí, y usted también, ¿cierto? –el jefe asintió–. Inclusive Agdar forma parte de la realeza, ¿verdad? ¿Qué tal que esto es una trampa?
Estoico vio por dónde iba el asunto, por lo que cortó el hilo de tajo.
—Sé lo que piensas, y no es así. Agdar huyó de su reino porque su padre, el rey, había ordenado matar a la madre de Elsa –Astrid no pudo evitar enmudecerse por el asombro. Había escuchado antes rumores sobre los orígenes de aquella pareja noruega que naufragó cerca de Berk en una noche de tormenta, unos más descabellados que otros, pero la verdad lograba shockearla por segundos. Jamás se habría imaginado algo así–. Cuando llegaron, me contaron su situación, por eso les permití quedarse en la isla. Iduna, siendo una plebeya, no podía relacionarse con los príncipes. Agdar ignoró la jerarquía, ignoró sus deberes con la corona y prefirió marcharse para seguir con su relación.
—¿Crees que la llegada de la parvada esté relacionada con este descubrimiento? —Astrid inquirió, poniéndose nerviosa.