q u i n c e.

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Katsuki se sentía en el cielo.

Hacía ya unos 20min había llegado a su casa luego de ir en busca de Izuku y podría jurar que aún su estómago estaba inquieto, sentía una especie de sensación cosquillosa en la panza que se expandía por el centro de su pecho.

Su madre y su padre lo vieron llegar con una sonrisa de oreja a oreja, pero las palabras del cenizo fueron suficientes para que los adultos no insistieran más en el tema.

—Má, pá... Prometo que les contaré todo mañana, realmente ni siquiera puedo procesar todo lo que sucedió. —confesó riéndose, recibiendo una mirada burlona por parte de los adultos.

—Supongo que ya descubriste si te gustaba el chico o no. —su madre rió, cruzandose de brazos.

—¿Quieres que te diga la verdad? —preguntó burlón, viéndola con una ceja levantada.

—Ya sabemos que si te atrae, Katsuki —finalizó Masaru antes de carcajearse.—No hay que ser adivino para darse cuenta del cambio en tu comportamiento y lenguaje corporal cuando ese chico está cerca.

El menor de los Bakugo no pudo contener el sonrojo salvaje que apareció en sus mejillas unos segundos después, haciendo reír a sus padres, quienes solo disfrutaban avergonzar a su hijo.

Katsuki solo dió las buenas noches a sus padres y corrió escaleras arriba, aún sin poder creer todo lo que había sucedido en tan solo un día.

Se adentró en su habitación de un solo portazo, intentando respirar con calma luego de aquella carrera. Se despojó de su sudadera, su celular y lo que sea que llevara en sus bolsillos para tirarse en su cama boca arriba. Miró el techo durante unos segundos antes de suspirar y pasar sus manos por detrás de su cabeza.

Suspiró profundamente, sintiéndose...

Extraño.

Rió sin gracia, sentirse extraño no era raro, él de por si era extraño.

Y lo decía en serio, pues era parte de su día a día, Katsuki sabía que él no era muy normal que digamos, siempre fué muy liberal y demasiado comprensivo, en todo sentido. No era un niño que estuviera obsesionado con el fútbol, las carreras de autos o incluso las artes marciales, como los demás niños de su edad en Canadá. Él amaba el ski, solía ir con su padre todos los fines de semana a practicar solamente gusto hasta que se convirtió en parte de su rutina diaria.

Aunque no era muy común ver a un niño tan joven con tanta destreza en la montaña, sus amigos y compañeros de clase se lo tomaron bastante bien. Siempre lo tachaban de rarito, claro está, pero no era un marginado ni mucho menos agredido por ello, él solo era raro, y eso estaba bien.

Suspiró nuevamente al recordar la primera persona que le dijo que ser diferente en un mundo tan normal era un acto revolucionario, y lo sorprendente que era haberlo escuchado de alguien de su misma edad, cuando él tan solo tenía 9 años.

De nuevo él estaba ahí, sin querer, sin esperarlo, sin siquiera intentar; pero estaba ahí.

Viéndolo con esos orbes carmín tan brillantes que parecían opacar las luces de toda la ciudad, con esas mejillas tan redonditas y dulces que solo inspiraban ternura, con esa sonrisa y esos dientes tan peculiares que solo le daban un aspecto singular, único en su clase.

Y ahí estaba, sin saber cómo sentirse, porque su corazón comenzaba a latir desaforado de nuevo, y no entendía la razón.

No, si lo entendía, vaya que sí. Pero era estúpido.

Ya habían pasado unos cuantos años desde aquel incidente, y debía pasar la página si realmente buscaba un cambio en su vida.

Recordó con amargura una de las últimas conversaciones que tuvo con él, aprovechando que sus ojos ya se estaban cerrando con lentitud y que su cerebro comenzaba proyectar las imágenes en su cabeza de manera automática, como una especie de recuerdo vívido.

Cool Kids| k.dDonde viven las historias. Descúbrelo ahora