Rumor

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El pavimento brillaba. Pero no con el típico brillo de algo lustroso, sino con la refulgencia mortecina de las calles húmedas de Sirquemón, la última frontera. Un empedrado que consistía a día de hoy, en la precaria unión de unos viejos adoquines desgastados, ennegrecidos y desnivelados, recubiertos por un moho enfermizo, que en algún momento vivieron tiempos mejores y que revistieron ufanos, amplias avenidas. 

Pero ahora, todo tipo de barracas, chabolas y casuchas, se levantaban sobre ellas sin ningún orden o planificación y las verdaderas casas, que en otro tiempo fueron hermosas y de gran esplendor, se habían tornado inhabitables debido a un extremo estado ruinoso. Peligrosos tejados temblaban inconsistentes sobre sus esqueletos destrozados. Solo quedaban vestigios de algún muro labrado, con la que fue una valorada artesanía norteña, pero de la que apenas se apreciaban ya, sus grabados. Aquella ciudad que habitaban, incrustada entre montañas y altos acantilados, en otra época había sido próspera y brillante de verdad, antes de que el límite con lo maligno se acercase prácticamente hasta sus puertas.

Unos pequeños pies descalzos y sucios, permanecían inmóviles al lado de uno de esos viejos adoquines, uno particularmente resbaladizo y resquebrajado. Permanecían perfectamente escondidos entre los aperos desordenados, que se amontonaban descuidados sobre el angosto callejón, una especie de ruta serpenteante que discurría entre el caos de chamizos y puestos ambulantes. Estaban bien ocultos de ojos indiscretos y miradas acusadoras. Porque esos pequeños pies, pertenecían a un niño de muy corta edad, que mantenía la vista fija sobre la bolsa de monedas de un rico comerciante, que se había dejado caer por allí imprudentemente. 

Por lo tanto, esos pequeños pies formaban parte de un ladrón. Uno que estaba pensando en ese momento cosas como: ¡Menudo mercader despistado! Que arriesgado y tonto... ¿Cómo se le habría ocurrido viajar, hasta aquella vieja y fea ciudad, última linde de la tierra habitable? Pero seguro que no lo pensaba con frases como aquellas, tan elaboradas, sino más bien, con las que usaría un infante de apenas cinco años.

Pero el encargo de Fauno había sido claro:

—O me traes esa bolsa de dinero o vas directo al mercado de esclavos —tronó la voz de su amo—. Tú mismo.

Tras aquella declaración, estaba muerto de miedo. El mercado de esclavos era lo peor que le podía suceder. Lo había llegado a ver un día, de lejos. Nadie que no fuese un esclavista malgamash cruzaba sus márgenes. Logró distinguir el precario estado de las pobres personas que aguardaban su terrible destino allí dentro, sin esperanza tras sus ojos. Estaban vivos porque respiraban pero no, porque quisiesen respirar. También veía semana tras semana, cómo una columna de caravanas infestadas de almas ya perdidas, se dirigían hacia el portón norte, para nunca regresar. El portón por el que ningún humano, que no fuese entre aquellos barrotes, cruzaba. Ninguna de las precariedades que sufría ahora, se podría equiparar si acababa siendo vendido allí. 

Aparte de que ahora, mantenía un vínculo fuerte e insalvable con aquella ciudad, a pesar de no haber llegado a ella hacía mucho, y no la pensaba abandonar jamás, al menos, hasta poder arreglar su situación actual.

Así que estudiaba, con la comisura de su boca seca, aquella bolsa que colgaba tentadora del costado del hombre. Ni siquiera el incauto, se estaba dignando a vigilarla. El pequeño se pasó la lengua para tratar de humedecer los labios y olvidar la enorme sed que sentía. A pesar de vivir en un lugar húmedo y sombrío, cualquier líquido que pudiera obtener libremente, era un auténtico veneno para su cuerpo. Podía pasarse días vomitando hasta llegar al borde de la muerte. Bien que lo sabía. Y el agua limpia era cara y muy difícil de conseguir.

—Posiblemente tenga un avisador —concluyó el pequeño tras una observación detallada del hombre.

No tenía un pelo de tonto él, y su víctima, por las telas con las que se vestía, bien rico era. Se podía permitir perfectamente uno de esos artefactos. No sería la primera vez que veía uno, porque a pesar de su corta edad, ya había vivido mucho. Entrecerró los ojos para afilar y enfocar mejor la mirada, aunque a simple vista, no le iba a permitir descubrir el avisador, porque en realidad no era esa su intención, más bien era para calcular el peso de lo que podía contener aquella bolsa de dinero. 

Rumor, el silencio del secreto.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora