Nunca debí caer por él.
Sin embargo, tampoco detuve mi descenso.
Nada logró apaciguar las maliciosas llamas de deseo que se prendieron dentro de mí.
No su frialdad.
No su silencio.
No sus advertencias.
No las consecuencias.
Y mucho menos la diferenc...
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DREEY.
Verrückt, dickköpfig und weinerlich
Aquellas eran, sin duda alguna, las palabras que definían a la perfección a la joven que había estado frente a mí y ahora había huido llorando.
Nunca había sido un hombre que perdía la paciencia con facilidad, ya que no solía malgastar mi valioso tiempo en absolutamente nada que no tuviera que ver conmigo y, en su defecto, con mi sobrino Anthony.
No estaba seguro de ser un hombre paciente, pero tampoco era impaciente. Simplemente estaba ahí, entendiendo que el centro de atención siempre era yo y nunca al revés, sin embargo, al parecer, había olvidado la definición de la palabra "paciencia" ya que, desde que había tenido el infortunio de tropezarme con aquella necia y déspota joven, quería arruinarlo todo porque simplemente no la soportaba.
Ella me llenaba de impaciencia.
Lo hacía cuando tenía el descaro de mirarme con aquellos únicos y expresivos ojos ambarinos que trataban de verse inocentes, pero terminaban por ser necios y retadores. Lo hacía cuando pedía disculpas, pero yo sabía que no era verdad, porque parecía encantarle llevar siempre la contraria. Lo hacía cuando tenía el descaro de insinuar que yo la besé y fui infiel, cuando era muy evidente que aquello jamás pasaría.
En definitiva, era un hombre cero impaciente, pero, si llegaba a serlo, lo sería solo por ella: Francheska Hess.
Cada que pensaba en ella y su diminuto, molesto, irritable, fastidioso y maleducado ser. No podía evitar pensar también en sus extraños y llamativos ojos. Jamás estaría dispuesto a decir que eran preciosos o algún adjetivo cercano, simplemente, al menos, podía decir que tenía algo digno de rescatar en todo ese desastre que era y aquello era su miraba ambarina.
Era como si su mirada pasara por todas las gamas de amarillo. Cuando lloraba o solía ser muy necia —como aquella vez en el sendero—. Se ponían de un amarillo oscuro, casi quemado. Por otra parte, cuando estaba molesta o asustada, se ponían tan claros, que así podía imaginarme como era el sol al despertar. Liviano, resplandeciente y puro. También había visto unas notas doradas en su mirada, aún no había logrado asociarlas a alguna emoción y, esperaba no hacerlo, tenerla cerca era desgastante e irritante.
Jodido el día que me había parecido buena idea ir a aquella detestable biblioteca y como consecuencia a eso, tuve el chocar con su persona y tener que conocerla a las bravas.
No soportaba a los jóvenes, estaba ahí dando seminarios porque Lory Castle, mi prometida, era maestra universitaria y siempre le pereció buena idea que yo compartiera mi conocimiento con otros jóvenes. A mi parecer, yo jamás tenía que compartir nada con nadie, pero, para evitar que ella siguiera hablando sobre la educación y cosas que me tenían sin cuidado, acepté el dar seminarios una vez al año en ese lugar, al menos, por tres años seguidos.
El otro año acabaría con ese martirio y nunca jamás tocaría una universidad de nuevo. Detestaba a los jóvenes y sus preguntas a cada instante, de hecho, detestaba todo, pero cuando creí que nadie rebasaría mi medidor de detestar, de nuevo y volviendo al punto central de todo: La conocí a ella.