¿Qué es más secreto que la muerte?

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I

La ciudad de la que se habla hoy día, amanecio como un recuento del periplo antecesor o lo que haya sido tras descubrirse despierta en las amenidades del desahuciado ocaso. Como era pronóstico, los vientos con fusta socavan el imberbe asentamiento parcialmente apresado por unos cuantos riscos de montañas, sumado a la candidez tórrida, solo había un ojo en el cielo aquella mañana.

A placer de la imagen vivida del hombre sobre el ferviente mundo, hizo de esta garganta mal formada un criadero de inocencia; la tierra sin embargo acudió tarde a ese aldabón; mas sería impuesto por algún colono fundar aquí, entre cerros y mosquetes, Caracas.

Ahora bien, de vuelta al fecundo natal, donde anidan una vastedad de seres prolíficos que para su deleitoso afán, ya se les oía gimotear o escurrirse derredor del tedeum de los pájaros y la algarabía de las máquinas. Conduciendo por la autopista Francisco Fajardo hacia el distribuidor la Araña, si su fin desdibujaba lo más recóndito o cercano del oeste; también podrían dirigirse a Catia y tener por descenso la carretera de la Guaira o abandonar el estado sorteando otra salida.

El metro es por tanto una demanda sitiadora: los obreros abordaron al tranvía en necesidad de asistir sin precio de culpa a la faena, que objeta reflexivilidad, les retribuían lo suficiente así subyugar el tiempo tácito, cuando la luz era corroída lánguidamente sedimentándose en los sedosos montes, y tocaba imaginar el vaivén del día próximo.

Sufrida la hora en balsa, el hijo de una madre emprendió esa odisea de la que ninguno osó en declamar como suya. La noticia colmó con multiplicidades de conciertos acerca de aquel río —abrevadero de llanto e indefectible porquería humana —. El Guaire, entonces un constreñido circuito fluvial no desconocido por los afincados y corrientes, recorría la zona cual arteria dicte el rumbo desde el corazón hasta desembocar en el mar.

Vertiginoso suceso transgredió con el operante del navío bajo detención ciudadana. Millas de testificantes, asomados por las ventanillas de los coches y todavía en el altozano a ras de los edificios de seis plantas. Muchos persiguieron el amedentramiento curtido del barquero, desistiendo por súbito al pie de la especulación "tres costales de cadáveres"; asimismo un anciano casi arbóreo cuya edad palpaba los 68 años, con una herida que jamás habría de desatenderle.

Precipitándose el manto que el celaje terminaba por diseminar, consigo trepidó en cumbres, aluviales, camposantos y en los escondrijos parroquiales. Cualquier tentativa de pasear al animalito de la casa, surcar las plazoletas, darle humos al pasaje de turno, yacerían drásticamente asoladas; traído el bloque de hielo; los grillos crepitantes a raigón del tráfico en la Redoma la India; fenómeno que pasmo el sabor del aire, porque así el ánima complacía el transcurso de los acontecimientos. Nada causo menor satisfacción que haber citado el fragmento siguiente:

Si lograste engañar a una persona no quiere decir que sea tonta, quiere decir que confiaba en ti más de lo que merecías. (Bukowski, Charles).

Ésa fortuita peripecia agravaría en el sublime indicio de su investigación, facilitándole escamas por las noches al marido impotente, la agrura al chicuelo, y ofreciéndole cobijo al mango. Se pensó que el mensaje fue leído a las 9:08 am. Ella volvió pronto aquella mañana.

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