Canto VIII.

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Remiel

En el inicio, Dios creó la Tierra en siete días.

Dentro de ese lapso de tiempo, los ángeles fuimos creados a partir de la luz como espíritus ministradores, enviados como servicio a favor de los que serán herederos de la salvación.

Entre nosotros, estaba Samael Estrella de la Mañana, quien más tarde abdicaría de ese nombre y comenzaría a referirse a sí mismo como Luzbel.

Era, también, aquel al que se le consideraba de los ángeles más hermosos, inteligentes y, evidentemente, era el favorito de Padre, convirtiéndose así en el supuesto ángel ideal para dirigir al resto de la Legión de Ángeles... Pero Luzbel tenía un defecto. Muchos, en realidad; mi querido hermano estaba cegado por su orgullo y se percibía a sí mismo como un ser cuyo poder superaba el de Dios.

Sus ideales y sus ansias de poder lo orillaron a iniciar una rebelión en contra de su Creador. Arrastró con él a una tercera parte de la Legión de Ángeles, pero sus esfuerzos en busca del dominio y el poder, fueron en vano y terminó siendo desterrado del Paraíso, convirtiéndose así en el primer ángel caído... Pero esa es una historia de la que mucho se sabe y, sin embargo, aún hay muchos que ignoran que Luzbel no fue el único que cayó.

Beliel también fue un ángel y se unió a Luzbel en un intento bastante estúpido de someter a un Dios, por eso —y al igual que nuestro hermano— fue condenado a pasar el resto de la eternidad encerrado en el Infierno.

A diferencia de mí, Beliel no tuvo intenciones de pedir por el perdón de nuestro Padre y aceptó gustoso el castigo que recibió, así que era justo decir que no veía a Beliel desde entonces y el recuerdo que tenía de él distaba colosalmente de lo que tenía frente a mí. Tanto así que, al ver todo su aspecto, me fue casi imposible reconocerlo; sus iris —como era de suponer— eran de un rojo brillante e intenso. La esclerótica de sus ojos era completamente negra, como si toda la luz de la que fue creado, se hubiese apagado. Su piel, por otra parte, era de un color blanquecino y en las partes que no tenía cubiertas con ropa de cuero, se alcanzaba a notar que estaba profanada por tinta negra. Como si eso no fuera suficiente, un par de cuernos, similares a los de una cabra, sobresalían de su cabeza.

— ¿No tienes más de eso? — Preguntó, dejando el cuenco sin una sola gota de sangre en el suelo — Esto que me diste pudo matar a un demonio, ¿sabes eso? — No respondí — Ponerle la sangre de un celestial es un acto bastante pernicioso, hermanito. Pude morir.

—Pero estás vivo, ¿no?

Se echó a reír.

—Es una fortuna que mis antecedentes como uno de los fieles servidores de Padre me precedan, pero otros no habrían tenido la misma suerte — sonrió burlón —. Quiero más de eso, ¿por qué no sacrificas a otra cabrita? ¡Oh, no, espera! Mejor a un mortal... O llena este cuenco con la sangre de un celestial — en su boca, el líquido bermellón se había derramado, dándole un aspecto bastante tétrico.

Hidromiel.  ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora