Se miraron entre sí.

—Bueno, supongo que sí —accedió Anne.

—Se supone que una de nosotras tiene que quedarse aquí mientras usted duerme. Por si necesita algo —dijo Lucy, nerviosa, como si tuviera miedo de mis decisiones. Daba la impresión de que temblaba de vez en cuando, lo cual atribuí a su timidez.

—Si necesito algo, tocaré el timbre. Estaré bien. Además, no podría descansar si sé que hay alguien observándome.

Volvieron a mirarse entre sí, aún algo escépticas. Sabía que había un modo de acabar con aquello, pero odiaba tener que usarlo.

—Se supone que tienen que obedecer todas mis órdenes, ¿verdad? 

Asintieron, esperanzadas.

—Entonces les ordeno a las tres que se vayan a la cama. Y que vengn a ayudarme por la mañana. Por favor.

Anne sonrió. Estaba claro que empezaba a entenderme.

—Sí, Joven Lee. Hasta mañana.

Hicieron una reverencia y abandonaron la habitación. Anne me echó una última mirada. Supongo que no era exactamente lo que se esperaban, pero no parecían muy molestas.

Una vez solo, me quité los elegantes zapatos y estiré los dedos de los pies.

Ir descalzo me daba una sensación agradable, natural. Me dispuse a sacar mis cosas de la bolsa, lo cual no llevó mucho tiempo. Al mismo tiempo eché un vistazo a los atuendos. Solo había unos cuantos, pero bastarían para vestirme durante una semana más o menos. Supuse que los demás tendrían la misma cantidad. ¿Por qué habrían confeccionado una docena de trajes para un chico que quizá se marchara al día siguiente?

Saqué las pocas fotografías que tenía de mi familia y las prendí del borde de mi espejo, que era altísimo y enorme. Así podría ver las fotos sin tener que apartar la vista de mí mismo. Tenía una cajita de abalorios personales, pendientes, pulseras y cadenas que me encantaban. Es probable que en aquel entorno quedaran increíblemente sencillos, pero eran tan personales que no había podido evitar traérmelos. Los pocos libros que había traído encontraron su espacio en el práctico estante que había junto a las puertas que daban a mi balcón privado.

Asomé la nariz al balcón y vi el jardín. Había un laberinto de senderos con fuentes y bancos. Por todas partes se veían flores, y cada seto estaba podado a la perfección. Tras aquel recinto cuidado hasta el mínimo detalle se abría un pequeño campo abierto y, más allá, un bosque enorme que se extendía hasta tan lejos que no podía saber siquiera si quedaba completamente rodeado por los muros del palacio. Por un momento me pregunté los motivos de su existencia, pero luego fijé la atención en el último recuerdo de casa, que aún llevaba en la mano.

Mi frasquito con el céntimo. Lo hice rodar por la mano unas cuantas veces, escuchando cómo la moneda se deslizaba por los bordes del cristal. ¿Por qué me habría llevado aquello? ¿Para recordarme algo que no podría tener nunca?

Aquel pensamiento fugaz, el de que aquel amor que había ido construyendo durante años en un lugar tranquilo y secreto estaba ahora fuera de mi alcance, me llenó los ojos de lágrimas. Aquello, sumado a toda la tensión y la excitación del día, era demasiado. No sabía dónde guardar aquel frasco, así que de momento lo dejé sobre la mesilla de noche.

Atenué las luces, me eché sobre las lujosas sábanas y me quedé mirando mi frasquito. Me permití estar triste. Me permití pensar en «él».

¿Cómo podía haber perdido tanto en tan poco tiempo? Tener que abandonar a la familia, trasladarse a un lugar extraño, separarse de la persona a la que amas... Todo aquello debía de sucederte poco a poco, a lo largo de años, no en un solo día.

🏹 JaeYongDonde viven las historias. Descúbrelo ahora