Las aventuras de Gurky, el vïgdis desdentado - M. J. Escrihuela

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La abrasadora luz del gran astro se derramaba sobre aquellos páramos de trigo que se extendían hasta donde la vista podía alcanzar, mas entre los tallos áureos y orondas espigas se regodeaba un pequeño ser envuelto en una fresca sombra. Panza arriba, se relamía las patitas de dedos regordetes, y después acicalaba aquellas orejas grandes y puntiagudas sobre su cabeza, a su lado una cola terminada en un peludo pompón derrotada sobre el suelo.

Era un día como cualquier otro, la monótona rutina de aquel lugar arrastrándolo con lánguida parsimonia, de nuevo solo ante el rechazo de su pequeña tribu de diminutos beligerantes. Y es que él carecía de su característica arma, aquellos colmillos largos y afilados, rebosantes de veneno, listos para dormir a su próxima víctima, y por ello lo consideraban una debilidad para su escuadrilla de guerreros. Pero, de todas formas... ¿qué víctima iban a tener en un páramo atacado por el ardiente sol? Si al menos la colosal estrella pudiese descansar en su labor por unos pocos días...

Un gran bostezo abrió la boca de la criatura de par en par, y el vïgdis desdentado se relamió una vez más antes de rodar sobre su costado y ponerse en pie. Avanzando sobre sus dos patas traseras, frotó sus ojos, legañosos, y simplemente se dejó llevar por sus pasos.

Apartaba las briznas de alta hierba con parsimonia, sus patas apenas diferenciando el color de su pelaje del de la naturaleza, y cuando una espiga de trigo gorda y apetitosa se cruzó en su camino, no se lo pensó dos veces y tiró de la misma con fuerza hasta arrancarla, tras ello cargándola sobre sus hombros y desgranándola poco a poco para comer su fruto. Y royendo sonoramente, siguió avanzando por el trigal hasta llegar al lugar donde se encontraba su tribu reunida.

Algunas miradas de desagrado le dieron la bienvenida, pero el pequeño vïgdis hizo caso omiso y simplemente observó cómo el mandamás, repantingado sobre una mullida cama de hierba, soltaba órdenes por doquier. Por suerte, sabía que a él no le pediría nada, y una sonrisita maliciosa torció su hocico. Pero la mueca pronto desapareció, pues un repentino temblor se expandió por las entrañas de la tierra bajo sus patas. ¿Qué estaba sucediendo? ¡Pasos! ¡Aquello eran pasos! Y voces...

—¡Intrusos! —gritó un vïgdis fortachón que acababa de llegar al pequeño claro en el que se localizaban, una espiga seca y alta atada a su espalda, el perfecto disfraz para un vigía.

Su monarca se recostó presurosamente y, con una serie de indicaciones, cada uno de sus súbditos se preparó para el ataque, mientras él mismo se dedicaba a sacar brillo a sus colosales colmillos, pues su arma debía parecer tan mortífera como lo era, o casi.

Pero la pequeña y desdentada criatura que acababa de ser testigo de aquella pantomima no tenía un arma que alistar, ni una posición que tomar. Es más, en realidad ni siquiera necesitaba involucrarse en aquella contienda, pues aunque sus zarpas eran tan afiladas como las de cualquier otro, no tenía ningún interés en enfrentarse a seres capaces de hacer retumbar el suelo. Así que simplemente se escurrió entre el trigo y, oreja avizora, captó el origen de la intrusión a aquellas llanuras y se dirigió hacia el lugar, curioso. Estudiar al enemigo era el primer paso para poder evitarlo.

No tardó en dar con el grupo de viajeros que habían osado cruzar el páramo, mas por el gesto en el rostro de dos de ellos, el ardiente sol ya había cumplido parte de su labor drenándoles la energía y, con un poco de suerte, los ánimos. El tercero de ellos, no obstante, escondía su rostro, convirtiéndole en el más temible, pero éste no parecía mucho más interesado que sus compañeros en conquistar aquellas tierras, y simplemente se tumbó, quedando escondido por la hierba. Imitándole, y sin mucho más que hacer durante aquel descanso, un joven de orejas alargadas y cabellos rojizos se sentó sobre el suelo, claramente aburrido, y arrancó una brizna de maleza. Entonces procedió a juguetear con la flameante pezuña de uno de los corceles que les acompañaban, negro como el carbón, y de crines cual llamas. Y mientras la maleza se marchitaba lentamente bajo aquel fuego apático, una elfa de cabellos azulados volvía de entre los altos tallos de trigo y observaba al muchacho, quien acabó siendo reprendido por la víctima de sus experimentos, volutas de humo envolviendo su rostro. El vïgdis soltó una risita por lo bajo, viendo al joven estupefacto, pero la sangre se le heló cuando se percató de que el encapuchado volvía a estar alerta.

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