El mayor formó una línea en sus labios y procedió a llamar a mi madre.

Tres llamadas seguidas indicando el buzón de voz y entonces sus ojos verdes me observaron. Era bastante pequeño, pero me seguía acordando de cómo aquellos orbes transmitían bastante preocupación.

—Que extraño —admitió—. Tendrían que haber llegado hace dos horas.

Y así empezó todo.

Cinco. Seis. Siete. Un día... y denunciamos sus desapariciones al departamento de policía.

Sin embargo no hicieron demasiado, y mi padre no tenía bastante dinero entre sus manos para hacer mover a los oficiales.

La búsqueda de mamá y Evan duró dos semanas, luego de ello dejaron de buscarlos.

Recuerdo como mi padre se levantaba todas las noches a imprimir varios folletos con los rostros de ellos para pegarlos por todo el pueblo, a veces me hacía el dormido cuando me visitaba en mi habitación. Pero días después, decidí acompañarlo.

No quería estar solo en casa.

Y a la edad de diez años, me encontraba en altas horas de la noche pegando folletos con mi padre mientras nuestras manos temblaban por las bajas temperaturas.

Pasaron los años. Mi padre entró en una depresión que fue tratada con el tiempo y ahora vive a base de pastillas para tratarla, sin embargo esta mejor que antes, ahora pasamos más tiempo juntos.

Los folletos fueron tapados por marcas patrocinadas o anunciando nuevas películas que estarían disponibles pronto.

Y así sus desapariciones quedaron en el olvido.

Salvo en los corazones de mi padre y el mío.

Cumplí los catorce años, cuatro años después de sus desaparición y mi padre dio por hecho que aquel par se encontraban muertos. No habían encontrado ningún cuerpo y mucho menos algún indicio de un suicidio o asesinato.

Nada.

Creé en mi cabeza una realidad donde ellos decidieron escapar de este lugar y vivir en otro país bajo otra identidad. Que idiota, cualquier estúpida idea me parecía la más acertada que creer en lo que estaba sucediendo.

Quince años, lloré por primera vez por sus muertes. Había dado por hecho que ellos no seguían con vida.

Diecisiete años, encuentro una extraña fotografía de mi hermano mayor en su habitación, en ella salían junto con mi madre y una mujer bastante extraña llamada Addarla Crowley.

Busqué su nombre por todas partes pero no daba indicios de nada, no tenía registros, antecedentes... nada. Sin embargo cuando había observado su rostro plasmado en aquella imagen supe de inmediato que algo extraño había en aquello.

Sin embargo no quería que aquellas esperanzas invadieran nuevamente mi cuerpo. Tenía que aceptar que estaban muertos. Y entonces guardé la fotografía en el mismo lugar y seguí con mi vida, con aquella sensación de vacío en mi pecho.

Dieciocho años, estaba cerca de la fecha de mi cumpleaños. Con mi padre decidimos mudarnos al otro lado del pueblo y entonces conocí a Freya. Al principio solo estábamos interesados en el sexo, nada más.

Pero con el tiempo nos volvimos buenos amigos, y entre tantas conversaciones entretenidas, ambos tuvimos la valentía de contar aquellos pasados que nos atormentaban.

Tenía un hermano muerto y en su habitación habían unas extrañas fotografías.

Y ambos llegamos a la misma conclusión: aquellas desapariciones tenían... alguna extraña similitud.

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