2. ¿Cómo se hace un lápiz?

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—Mamá, ¿cómo se hace un lápiz?

Yo tenía esa inquietud desde hacía tiempo. La herramienta que todos los niños utilizan en el colegio me parecía algo muy difícil de fabricar al mismo tiempo que un artilugio fascinante.

Cada niño tenía el suyo aunque los más comunes eran esos amarillos y negros. Algunos los mordían por la parte de abajo convirtiéndolos en objetos repugnantes de tocar. Otros les sacaban punta hasta la saciedad, obteniendo así un lápiz en miniatura. También estaban los que apostaban por sacar punta a los dos extremos del palito, algo que provocaba que, mientras escribían, se les fuera pintando la palma de la mano.

— ¿Cómo se mete lo negro dentro de la madera? —repetí de forma insistente.

—Carel, siempre me haces preguntas complicadísimas —contestó mamá. —Yo no sé cómo se hace un lápiz, pregúntale a tu padre a ver si él tiene alguna idea.

Mi madre sabía más que nadie en este mundo, pero ahí la había pillado. ¡No conocía el mecanismo de fabricación de un lápiz! Ahora me tocaba buscar a mi padre y, si tampoco lo sabía, le suplicaría que me llevasen a una fábrica.

—Ni idea, Carel. Sé que lleva grafito dentro y que está hecho de madera, pero no sé cómo meten el mineral ahí dentro ni qué tipo de madera utilizan —aseguró papá algo agobiado. —Lo que podemos hacer es ir a ver una fábrica de lápices y así salimos de dudas, ¿qué te parece?

¡No hacía falta pedirlo! Mi padre me había ofrecido ir a una fábrica. Eso era exactamente lo que yo buscaba. Así saldría de dudas y descubriría cómo metían el mineral negro dentro de un tubito de madera. Seguramente tendrían duendecillos mágicos que hacían agujeros con la mirada y otros que los llenaban a golpes de varita. O, ¿y si los lápices crecían en árboles y solo tenían que recolectarlos? Mi cabeza comenzó a maquinar una serie de artilugios que dieran lugar a esa obra de ingeniería que millones de niños usábamos alrededor del planeta. No podía esperar más, necesitaba ir a esa fábrica inmediatamente.

—¿Cuándo vamos?

—¿Qué te parece si esta tarde nos acercamos a un pueblecito que hay en la montaña? —propuso papá —Tengo entendido que allí un artesano fabrica lápices desde hace tanto tiempo que nadie lo sabe a ciencia cierta.

—¡Vamos! —Contesté entusiasmado.

El viaje fue más largo de lo que yo hubiese deseado. Curvas, curvas y, para terminar, algunas curvas más. Mi madre, al volante, se quejaba de nuestras ideas, aunque yo sabía que en el fondo era la que más ganas tenía de descubrir cómo se hacían los lápices.

Al llegar, observamos que en aquel pueblo de montaña había muy pocas casas. Todas eran bajas, hechas de piedra, y de su chimenea salía un humo blanco que llenaba de olor a leña nuestro coche. Las calles estaban vacías, como si sus casas hubiesen sido abandonadas o a la gente le diera miedo de salir al exterior.

Sin embargo, tras unos minutos atravesando las angostas calles de aquella pequeña localidad de montaña, una silueta apareció ante nosotros. Se trataba de un señor mayor que, apoyado en un bastón de madera, dejaba pasar los minutos con la mirada perdida en la montaña. Parecía estar vigilando que nada hubiese cambiado desde el día anterior, como si su única función fuera vigilar los árboles y los arroyos.

—Caballero, buenas tardes. ¿Sabe dónde vive el artesano de lápices? —preguntó mamá con tono respetuoso.

El señor nos analizó tranquilamente. Por un momento pensamos que no nos había escuchado. Tras unos segundos que parecieron minutos, contestó.

La fábrica de lápicesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora