Cosas que cambian todo.

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«No eres tú, es lo que mi deseo inventa en ti». Jacques Lacan.

*

A Fushiguro le dolía todo el cuerpo. Era cierto que él sabía que la mente humana solía ser confusa y contradictoria. Lo sabía, y por eso le exasperaba. Después de que Nobara se colara en su interior como una intrusa —y de eso hacía ya bastantes años— supo lo difícil que era mantenerse firme en una convicción. Para alguien como él, resultaba incómodo saberse débil como cualquier humano ante asuntos mundanos. Asuntos que escapaban de su control. Dejó caer su cabeza en el respaldo del sillón, sintiendo asco de lo desordenada que estaba su cabeza, y de la poca racionalidad que le quedaba. Ante un deseo no consumado, queda la imposibilidad de pensamiento coherente, pero ¿estaba dispuesto a ser él uno de esos humanos que cometen un error con la intención de cometerlo? Bufó, irritado.

Joder, sí quería.

Ni siquiera podría decirse que durmió. Pasó aquellas largas y tormentosas horas nocturnas pensando en el objeto de su amor, de su deseo, pero ¿por qué ella, precisamente ella y no otra? ¿Sentiría lo mismo si Nobara tuviera otra cara u otra voz? Chasqueó la lengua.

Cuando el reloj de pared marcó las 7 a.m. Nobara salió de la habitación. La luz solar aún era débil, y eso a él le gustó. Podía observarla desde la penumbra de la sala. La mujer culpable de su malestar, llevaba puesto un vestido de corte midi color vino con botones frontales, y se movía cadenciosamente.

Fushiguro se frotó las sienes con los dedos, imprimiendo cierta aspereza al hacerlo. Se sentía completamente jodido por todo aquello que pudo ser y no fue, pero que él —en el estado mental que estaba— se había empecinado en llevar a cabo. Estaba de más decir que trató inútilmente de ordenar su interior. Ciertamente, la presencia de Nobara lo llenaba todo de caos, y sabía que:

Cuando el caos es inevitable y busca salir, no hay nada que lo detenga. 

Se puso de pie y la siguió a la cocina. La vio darle la espalda mientras ella servía agua en un vaso, recargada en la encimera. Ella se mostró distante pese a ser consciente de su presencia ahí. Quizá toda la tensión vivida anoche la tenía en ese debate interno consigo misma, ¿o acaso era que la cercanía de Megumi le disparaba el pulso y temía ceder a cualquier arrebato? A Fushiguro le causaba una retorcida satisfacción pensar que era así, pero que ella era lo suficientemente buena para disimularlo, y eso, le gustó más.

El estómago de Nobara se contrajo, y en seguida, la sensación de que miles de insectos merodeaban sus entrañas le revolvía todo, carcomiendo sus ganas de hacer cualquier cosa. Tragó grueso.

—Nobara —murmuró Fushiguro acercándose sigilosamente a ella cual felino cazando a su presa—. No te vayas —musitó cerca de su oído. Simultáneamente, puso sus manos sobre los estrechos hombros de Nobara. Aquellas pálidas manos de largos dedos, se veían grandes sobre el cuerpo de la mujer.

Ella dio un respingo inmediatamente después de sentir aquel cálido tacto. Se giró lentamente sobre sus propios pies para encararlo. Lo miró con sus grandes ojos marrones, brillantes como dos estrellas. Las masculinas manos se movieron hasta las mejillas de Nobara, y sosteniendo el pequeño rostro femenino, sintió su corazón chocando fuertemente contra su caja torácica, dificultándole el respirar. Era como si su corazón pudiera salir disparado de su pecho en cualquier momento.

Una exquisita e insoportable sensación recorrió prontamente la espina dorsal de Megumi, enchinándole la piel, comprobando así, lo que Nobara era capaz de provocar en él sin siquiera proponérselo.

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