tres

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Tres cucharadas de azúcar.

Una mueca asqueada.

Estaba imbebible.

Cuatro cucharadas de azúcar. Cinco. Ya no les quedaba leche. Estaba pasable. Quizás un pelín dulzón. Mientras su padre Juan conversaba por teléfono con su padre Rafa, en la seguridad de su habitación, pero con unas paredes tan finas que era imposible que Carlota no pudiera escuchar frases sueltas, fuera de contexto, y lágrimas que se le clavaban en lo más hondo del pecho. Probó a subir el volumen del televisor, a prestarle atención a la señora y al torero, que fingía ser periodista, que no decían nada más que mentiras sensacionalistas, susurros maliciosos de los altos cargos, que no hacían más que avivar un fuego que ya era de por sí imparable.

Tenía que hacer la colada.

Con gel de baño, porque ya no les quedaba detergente.

Siguió bebiendo su café, aferrándose a la taza favorita de su padre Rafa, que ya estaba un pelín astillada por el uso y los batacazos. Su móvil empezó a sonar, los acordes de Las Sin Camisa inundando el salón, eclipsando cualquier sonido. Carlota frunció el ceño, sin comprender quién podría intentar contactar con ella tan temprano. Al darle la vuelta al teléfono, el corazón se le saltó un latido al ver ese nombre en mayúsculas, ocupando toda la pantalla.

Casi se le cayó al suelo.

—¿Señorita Carlota Cañizares?

—¿Sí? Soy yo.

—Pues mire la hemos llamado de la Escuela Mateo Inurria para avisarle que ha sido admitida de última hora, tiene hasta mañana para formalizar su matrícula, si...

Ya no pudo escuchar. Había entrado. Estaba dentro.

Elisa le hizo cosquillas en el brazo, ella sonrió sin restricciones.

Sin embargo, su felicidad tenía fecha de caducidad, ni siquiera el abrazo de oso de su padre sirvió para tranquilizarla. Le tocaría gastar un dinero que no tenían en comprar materiales nuevos. Además, al vivir en un pueblecito perdido de la mano de Dios, entre dos ciudades y en ninguna parte a la vez, el transporte era caro y limitado. Y peligroso. No podía pagarse un piso en Córdoba.

¿Por qué se había arriesgado?

—Esto hay que celebrarlo, pequeñaja —tarareó su padre feliz, la sonrisa desdibujando sus facciones, marcando aún más sus arrugas. Incluso tuvo la osadía de revolverle el pelo, como cuando era una cría que no le llegaba ni a la cintura—. ¿Sabes qué? Vamos a ponernos guapos, a permitirnos un caprichito a la panadería de la Trini y comemos en la plaza.

—¿Qué...? ¡No! Papá, de verdad, no hace falta...

Pero su padre no entró en razones. Estaba demasiado feliz de que su pequeñaja por fin pudiera estudiar lo que quería como para darse cuenta de lo que estaba pasando. Ella quería corresponder su alegría, abrazar a su padre con fuerza, gritar, reír, sonreír, ¡hacer cualquier cosa!, pero sentía el peso de la realidad sobre sus hombros. Se estaba hundiendo sin remedio y nadie estiraba una mano para rescatarla.

Ni siquiera Elisa la mantenía de pie.

Apretó los puños con fuerza, clavándose las uñas.

—Quiero celebrarlo con Maca —dijo sin más. Solo quería salir de allí, correr hasta no sentir las piernas, llorar hasta quedarse sin fuerzas. Su padre, boquiabierto, no atinó a reaccionar—. Por favor.

Su padre asintió comprensivo. A ella no se le escapó la decepción que cruzó su mirada. Él quería estar con ella, celebrarlo juntos. Ella solo quería hundirse en su miseria.

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