I: Lo que te hace grande.

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Advertencia:  Para facilitar la comprensión del texto sin necesidad de que el lector baje continuamente a consultar el glosario, los diálogos en italiano han sido traducidos al castellano y diferenciados del resto con letra cursiva. 

Recordamos, de la misma forma, que los flashback o saltos al pasado están señalizados con letra cursiva y enmarcados entre los símbolos « y ».

Lo primero en qué pensó cuando bajó del tren fue en el maldito frío que hacía en aquel país. Demasiado acostumbrado al cálido clima romano, las bajas temperaturas que ya se habían afincado en Brighton a principios de septiembre le abofetearon apenas pisó el andén.

Cerró la cremallera de la chaqueta y salió de la estación tirando de su maleta. Por suerte, había llevado la mayoría de sus cosas en el viaje anterior, cuando aún era verano (si es que el verano existía como tal en Reino Unido, aunque él mantenía que, en realidad, era un pseudo verano, por llamarlo de alguna forma) y esta vez sólo cargaba con una maleta de ruedas que le permitió correr hacia la parada del autobús, evitando así una buena espera hasta el siguiente.

Estaba tan cansado que sólo quería llegar a la casa y tirarse en la cama hasta conseguir fundirse con el colchón, aunque sabía de sobra que eso no sería posible.

Apoyó la cabeza en el cristal de la ventanilla y sujetó con las piernas la maleta. Había conseguido alquilar una habitación en una casa compartida con otras cuatro personas a unos quince minutos en autobús desde la estación, veinte o veinticinco desde el centro de la ciudad. Aún no conocía a todos sus compañeros, y por lo que le habían dicho era posible que no los conociera, ya fuera por la incompatibilidad de horarios o por la marcada asociabilidad de alguno de ellos. Eso sólo había conseguido que añadiese su magnífica relación con sus compañeros de piso a la lista de cosas que echaría de menos durante su erasmus en Reino Unido.

Llegó a la que sería su nueva casa tras luchar con todas sus fuerzas por no dormirse en el autobús. El recibidor estaba tan silencioso como la primera vez que entró. Las puertas estaban cerradas, a excepción de la de la cocina, que conectaba también con el salón, y en la mesita blanca de la entrada las cartas estaban apiladas en completo desorden.

Subió las escaleras hasta el segundo piso, cargando con la maleta tras desistir de que esta se deslizase por la vieja moqueta gris que cubría el suelo. Su puerta era la última de un largo pasillo donde había dos pequeños baños (uno de ellos sin bañera o ducha) y otra habitación más, cuyo inquilino aún no había aparecido ante él. Giró la llave, empujó la puerta y entró en la habitación. Tenía poco más de hora y media para arreglarse, coger el autobús y presentarse en la clínica. No podía llegar tarde el primer día.

Dejó la maleta de mala manera a los pies de la cama y descolgó el teléfono móvil que había comprado para poder comunicarse con Italia sin pagar demasiado. Tras unos tonos, escuchó como descolgaban, y la voz de Andrea le saludó alegremente mientras él buscaba en el armario algo decente que ponerse.

 Buenos días, princesa.

—Capullo.

—Me alegro de que hayas llegado sano, salvo y en plenas facultades mentales.

—Me muero de sueño— se quejó. Lanzó una camisa blanca sobre la cama y buscó con la mirada los zapatos—. Pero mucho.

—¿Tienes que irte ya?

—En un rato— dijo—. ¿Qué tal por allí?

—Bien, ¿qué tal tus prácticas? ¿Sabes que vas a hacer?

—Sí, voy a sentarme en recepción a coger cita a los pacientes— explicó con amargura. No le había sentado demasiado bien. Sabía que iba a empezar desde abajo, pero eso era demasiado abajo para su gusto.

The light behind his eyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora