11: El camino al infierno

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La frase "el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones" suele usarse para decir que, de nada sirven las buenas intenciones si no se acompañan por acciones. No obstante, en algunas ocasiones el dicho va más allá de su sentido figurado, se vuelve real. Ryota Kusakabe puso una piedra para ayudar a construir el camino.

Era todavía un niño lleno de alegría, esperanzas y sueños cuando todo cambió. La guerra alcanzó su país, su casa. Eran tiempos difíciles de nuevo, el ciclo de paz en el mundo que lo rodeaba llegó a su fin y, sin embargo, trabajaba duro incluso a su corta edad, podría ser que, tal vez, era demasiado noble para su propio bien. El cielo le otorgó la facilidad para hacer bien todo cuanto se propusiera, bastaba con un par de intentos u observar atento durante unos minutos, y el niño de oro podría resolver juegos con maestría, sobresalía de entre los demás, había nacido para ser una estrella. No obstante, no todos podían ascender con él.

Había una sombra sobre su familia, esta crecía y se alimentaba de las carencias a su alrededor. Tomó primero a su madre y, tras esto, tiraba con fuerza de los tobillos de su padre, mientras Ryota corría en las afueras de la ciudad en conflicto. Tenía sueños y toda la determinación para cumplirlos; confiaba en la llegada de un mundo mejor, donde podría llegar a convertirse en un gran deportista que diera fama y honor a su familia.

Trabajando tan duro como solía hacer, conoció un día a un muchacho de agradable sonrisa y alborotado cabello negro, acompañado otro chico, una chica, y alguien cuya apariencia bailaba entre la de un hombre y una mujer. Eran unos años más grandes que él y le ofrecieron su amistad. Se convirtieron en un grupo, una nueva familia. A su lado se sentía invencible, capaz de cualquier cosa, incluso de llegar a los Juegos Olímpicos algún día. Lo animaban a seguir, cuidaban de él como a un hermano menor y, si algo le hacía falta a Ryota o a su familia, ellos lo proveían.

No obstante, la maligna sombra alrededor de su familia tenía otros planes, reclamó a la gente de su entorno, ya no solo sus seres queridos más cercanos, la guerra se negaba a marcharse sin arrasar con una gran cantidad de vidas, militares o civiles. Ryota quedó solo y, cuando parecía que sería el fin, cuatro manos se extendieron hacia él.

"Puedo ayudarte, Ryota-kun, solo dime cuál es tu deseo."

"Quiero ayudarlos, quiero salvarlos a todos. Detener la guerra, ¿de verdad puedes hacer eso?"

Dae Young asintió.

"Podemos, todos juntos. Sin embargo, si quieres detener esto, deberás permanecer a mi lado el resto de tu vida, tal y como los demás lo han hecho."

La idea por sí sola daba miedo, sobre todo para alguien tan joven como Ryota, pero Dae Young tenía una forma tan particular de hablar que resultaba tranquilizadora, quizás incluso llegó a darle esperanza al chico, cuyos enormes ojos resplandecieron ante la oportunidad de hacer algo por quienes lo necesitaban, cientos de inocentes viviendo un día a día de irracional violencia.

Entonces llegó alguien además de Dae Young y los tres amigos que venían con él. Era alto y tenía ojos como de dragón, a pesar de que las alas en su espalda lo anunciaban como un ángel. Namael también se convirtió en su amigo e intentó ayudarlo a seguir adelante, lo impulsaba a no perder la fe. Creía en el ángel, más las cosas a su alrededor no auguraban nada bueno. Pasó solo un poco más de tiempo antes de que el Niño Dorado por fin tomara su decisión: cerró el trato con Dae Young. Los tres años de caos llegaron a su fin, la gente, aunque temerosa, pudo salir de nuevo a la calle, y Ryota dijo adiós.

Namael observó todo con una enorme tristeza aplastando su corazón, le ordenaron volver a su sitio entre los demás ángeles, pero ¿cómo podría rendirse con Ryota? No era capaz de darle la espalda, sin importar que él mismo hubiese sellado su destino, y, por un momento se cuestionó todo cuanto sabía, solo por aquel humano que no llegaba a los dieciocho años todavía.

"¿De verdad puedes salvar mi alma? ¿Puedes hacerlo antes de que Dae Young la reclame?"

Ryota tenía miedo. Dae Young y los otros tres demonios se presentaron como sus amigos, eran más que los cuentos e historias contadas por los adultos para asegurar obediencia y buen comportamiento de los niños, y quizás una parte de él creía eso, pero tenía miedo de lo que podría venir después, cuando todo acabara, cuando pasaran los meses antes de entregar su alma a las manos de Dae Young.

"Haré todo cuanto me sea posible."

Y así lo hizo, el ángel cumplió su promesa, pero no fue suficiente. Sus posibilidades no alcanzaron contra el diablo y sus demonios. Namael vio partir a Ryota al lado de Dae Young, había una media sonrisa de superioridad en su rostro, así como satisfacción al pasarle un brazo por encima de los hombros al muchacho. Era suyo por completo.

"No temas, estarás bien conmigo. Y todos tus deseos se harán realidad."

Ryota asintió.

Era cierto, antes de saber la verdad sobre Dae Young y los otros tres jóvenes, les había tomado cariño, algo genuino que seguía ahí, bajo los nervios de la incertidumbre. Quizás eran seres diabólicos, pero nunca se sintió en peligro a su alrededor.

Volteó una vez más sobre su hombro, hacia el pueblo, hacia el ángel que quedaba atrás y le seguía llamando, y algo en su mirada se endureció. Toda la esperanza que Namael le había dado, las promesas por salvarlo no sirvieron para nada, así que Ryota aceptó su nuevo destino, abandonando también su propia humanidad.

Y la rabia creció en su interior, alimentando la oscuridad que esperaba oculta en su ser.

El diablo está en los detallesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora