11 | El enemigo es el reloj

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Desde la cama, giró medio cuerpo y miró el reloj.

Era la una y diez de un jueves semanal.

Orión todavía recordaba cuando esos jueves no eran de cama, ni de ir a dormir temprano, pues de hecho a la una sólo acabaría de salir de casa. Antes, los jueves eran para las fiestas universitarias, los colegueos y, por qué no, los amoríos.

Había salido muchos de esos jueves con Heine. Heine, quien ahora sí que estaba durmiendo, a su lado. Orión lo sabía porque respiraba más fuerte, aunque no llegara al ronquido. Nunca lo había oído roncar, y eso que llevaban ya años viviendo juntos, durmiendo juntos y compartiendo esa deliciosa vida de pareja sin (casi) altibajos.

Llevaban meses sin volver a discutir como aquella vez donde Heine se fue de casa, y eso debería reconfortarlo.

Debería, si su cabeza no estuviera obnubilada en mil preocupaciones absurdas que, sin embargo, eran importantes para él.

Enumeró mentalmente, levantando  dedos con cada nueva preocupación. Era como quien contaba ovejas. Primera oveja: llevaba unos meses trabajando tan solo en esos fines de semana donde Heine tenía más tiempo. Segunda oveja: la creatividad no fluía por sus dedos desde hacía aún más meses. Tercera oveja: ni podía contar el tiempo que llevaba sin regresar a su pueblo ni ver a su familia, a la que ¡incluso! echaba de menos...

Eran muchos los factores que tenían a Orión inquieto y tristón, pero el verdadero problema estaba frente a sus ojos, y tenía el aspecto de una oveja mutante.

A Orión se le había olvidado cómo dormir.

No sabía dormir por la noche ni a ninguna otra hora del día.

Su cabeza estaba llena de pájaros. Su recapitulación de los últimos acontecimientos de mierda había durado unos diez minutos, a juzgar por el uno seguido del veinte que señalaba ahora el reloj.

¿Se podía llamar insomnio? Ya no era algo puntual. Entre semana se pasaba las noches contando las horas, trastocado por el horario del sábado y el domingo. Se quedaba mirando a Heine dormir a su lado en intento de sentirse protagonista de anuncio de colonia y relajarse entre fragancias, habitaciones iluminadas y durmientes sensuales, pero aquello no podía ser más real que la vida. El aspecto manso de su pareja no lo relajaba; lo hacía incluso enrabietarse, por verlo dormir y él no poder.

Ningún pensamiento le funcionaba, ni las ovejas ni los clichés románticos, y Heine sólo veía remedio en que fuese al médico:

—¿Qué dices de médico? —le había dicho Orión ayer, en los diez minutos que podían verse antes de que Heine se colgase la americana del brazo y se largase a trabajar—. ¿Por dormir poco?

Heine estaba madrugando, pero Orión se lo había encontrado en su trasnochar.

—No duermes poco... A mí no me engañas. Te estás pasando las noches en vela. ¿Te preocupa algo?

Le preocupaba todo, en realidad. Pero eso le parecía tan ridículo que no podía dejar que Heine lo oyese.

—Qué va —negó, distraído.

Ah. También le costaba concentrarse.

—Que no, hoy algunas horas no las he contado, algo he tenido que dormir. Fijo.

Algo tuve que dormir, se repitió, en la noche presente y oscura, que lo encerraba en sí mismo y en sus pensamientos de tortura; esa noche malvada. Usó su propia voz para pensar, o más bien la que él creía que tenía: una de actor de anuncio, que querría estar durmiendo de esa manera tan elegante que tienen las publicidades.

Tú conmigo y yo conmigoWo Geschichten leben. Entdecke jetzt