Capítulo 7

236 71 12
                                    

En los próximos meses, mi forma de trabajo en la máquina de empaquetado era rentable para la empresa. Lo que no sabía era que los muchachos que mencionaba papá, en verdad, eran hombres de muy avanzada edad. Eran amables y confianzudos, y eran dos; el sr. Roberto y don Wilbert.

También el jefe me tomaba aprecio por mi agilidad con las manos, porque sellaba y envolvía los caramelos de cereza con una destreza genuina. Le había tomado la medida al plástico en que se cerraban, y aunque la dureza que retenía el jefe en su cara era de espanto, correspondía a una vaga impresión, en realidad era amigable.

Al único que no veía casi era a mi padre, que estaba en la zona gerencial, porque lo ascendieron a encargado del proyecto de los caramelos "Fressetop", solo podía verlo en las noches cuando regresábamos a casa, pero no venía todo el tiempo porque debía quedarse dirigiendo el envío de paquetes internacionales para los minoristas de India, Letonia y Suiza.

En general, mi situación era estable tanto emocional como física. No había mujeres en la empresa si bien siempre se hablara de ellas como si fuesen un tesoro al mejor postor. Por ello, mis amistades eran personajes de elevada experiencia, que me aconsejaban el cómo poder iniciar una conversación y saber decir un "hola" con elegancia, aun así, fuera de lo más simple del mundo.

—Muchacho —me dijo don Wilbert, mirándome con detalle—. ¿No dejaste un amor en tu pueblo natal?

Volteó a verme también el sr. Roberto, estábamos terminado los últimos pedidos, de ambos no se podía decir mucho, eran gemelos de apariencia: lánguidos, arrugados y serviciales, y parecían que no rompían platos, pero eran traviesos, en especial el sr. Roberto. Nunca he tenido una novia —dije serio y pausado, sin conservar la sonrisa que me caracterizaba. Ambos sonrieron entre sí.

—¿Qué esperas para tener a alguien? Deberías actuar.

—¿Cómo hago eso? Soy muy tímido, me pierdo en mis palabras y para hablar con las mujeres me toca cerrar los ojos para no imaginar su hermoso rostro.

—¡Vaya! —vociferó el sr. Roberto, sobresaltado, el paquete que estaba haciendo se rasgó y maldijo en silencio—. Tienes un serio problema de autoestima. Me recuerdas a un amigo de la infancia.

—¿Sí?

—Claro, le decía «bobín». Era un completo idiota hasta para hablar con uno... le tenía miedo a todo —Don Wilbert se rio con trancas en su garganta por su forma de relato. No denotaba una cara para poner, me hallaba concentrado cerrando paquetes.

—Deberías ir a ver lo que quieres —me dijo finalmente. Lo pensé por un momento y no se venía nadie a mi cabeza, la pared blanca del techo de mi cuarto era lo único que dibujaba una imagen cercenada, porque traía un soso recuerdo: el siempre andar sin compañía mientras caminaba por el Collado. Un desliz en el marco del plástico de mi mano, me hizo cerrar mal un envoltorio, imité por error al sr. Roberto y lo pagué caro, don Wilbert lo vio al instante.

—No te creo —admitió don Wilbert, incrédulo—, entonces, no has tenido un amor...

Bajé la mirada producto del fallo. La distracción encandiló mi alma y empecé a sudar, no me sentía muy bien. Aquellos temas me tocaban la fibra, era un principiante para cualquier cosa que definían sobre mí.

—Supongo que el dolor de las juventudes es el primer amor —dijo el sr. Roberto, pensativo—. Pero en este caso es diferente, el dolor está en la soledad que no desea separarse ante nada. ¿Cuántos años tienes, Claude?

—Dieciocho cumplí antier.

Don Wilbert manifestó una acepción propia y dio una respuesta mental para sí —al tiempo que me veía—, tomó mi hombro con suavidad y expresó orgulloso, como si fuera su hijo: Deberías ir a verla —señaló con claridad, no le comprendí al inicio, porque mi frente goteaba un sudor impregnado de nervios—. Hay una chica que habita en tu corazón, piensa en ella y se hará realidad tu sueño.

Rezagué en procesar sus palabras, porque al final nadie se presentaba; no había nada, era vacío de una cascara de huevo que estaba rota. Lo pensaba y volvía a hacerlo, repetía el proceso como si fuera un bucle desenfrenado. Nada sentía arder en mi pensar, se consumaba mi desespero en el acto y no se asomaba nadie ni por descuido, no había chica alguna.

—Lo entiendo... —replicó don Wilbert sereno mientras creía que iba a morir de un derrame cerebral—. Quizás debas esperar más para que se aparezca ella. El sr. Roberto y don Wilbert ya se marchaban a la hora de descanso, y la tristeza en mi rostro se forjaba evidente, no podía ser que hubiera tanto silencio en mí. No quise repetir un pasado y dije al azar:

—Una princesa —Ambos se detuvieron, regresando a verme, yo no entendí mi respuesta... Al parecer se les olvidaba almorzar y también se añadieron interés en participar.

—¡Esa es! ¡cuéntame más! —enunció don Wilbert con agrado y alboroto. No daba crédito a mis palabras, ¿por qué había dicho a alguien que ni siquiera conocía? ¿Cuál princesa? «Me volví loco tan joven...», sumaba y alimentaba de pensamientos desordenados mi cerebro, una miscelánea confusa, no podía divagar más y colapsé, enfrié en malos términos de entre mi síntesis apresurada.

No obstante, dudosa era la fortaleza que relucía en mí cuando deseaba narrar cualquier pregunta que me hicieran. El corazón estaba hecho de esperanzas.

(...)

Les comenté paso a paso sobre mi triste historia, y en cómo la tempestad recreada y personificada en una persona con timidez, te arruinaba en lo más absurdo. La soltura del discurso me sorprendía hasta a mí, porque relataba mi desgracia como si fuera un chiste malo y sin serlo de verdad. Mi mayor enemigo había sido yo, porque no aceptaba, no discurría, poseía una alta e irónica baja autoestima que regresaba en cualquier pestañeo, tomándose el poder de la situación y ejecutando una pesadilla a la hechura de la realidad.

—Nadie se ha decidido por ti, porque ni siquiera tú decides lo que quieres —contestó el sr. Roberto, don Wilbert corroboró su razón y yo no tenía nada que hacer en contra de aquella respuesta, tenían la certeza de los años y la sabiduría que me faltaba a montones.

—La princesa que viste... no entra en tu lista —rectificó Roberto, le interrumpió don Wilbert al mismo segundo—. Se equivoca usted Roberto, yo pienso que la princesa si tiene algo que ver.

Los dos charlaban sobre mi situación y profesaban pertenencia en mi sentir. Me estaba abnegando a seguir adelantando trabajo para el día siguiente.

—Mírame Claude —me dijo don Wilbert, encontré sus ojos en los míos—, no me apartes la mirada, por favor —. Conseguí fortaleza y no lo hice, pude seguir de milagro —La chica que quieres está en tus pensamientos, debes ir a buscarla. Estoy seguro.

—¿Cuál? —Hice el que no quería saber más del asunto. En la princesa—replicó él.

—¿Cómo cree que sea así? Ni siquiera le hablé aquella vez...

—No hacerlo una vez no va a impedir volver a vivirlo.

—Igual estoy muy lejos, mi oportunidad ya pasó —dije, casi discutiendo en un falso arroyo de lamentos—. Quizás hasta esté casada, porque el amor es injusto cuando lo desea, puede tener hasta hijos.

—Deja de ponerte murallas, muchacho terco —rabió el sr. Roberto, don Wilbert estaba de acuerdo—. Por eso el amor te ha sido esquivo, crees que no mereces nada cuando es lo contrario... ¡Terco!

Tenían la verdad consigo, pero yo insistía en caer más y más profundo en mi pesimismo, era excelente haciéndolo. Pero pensé largo y tendido en aquel instante que fue cortito, ¿por qué exhortaba al rechazo de mis intentos, si no lo había intentado en realidad? ¿Qué era lo que me tenía así?

—¿Cuándo volverás a tu tierra? —preguntó don Wilbert, ambos me miraban con admiración. Sentían que merecía algo mejor, siempre decían que era un buen chico y a veces también me sentía así.

—Algún día —le dije calmado, él entendió mi deseo y supe que mi mente ruidosa no se iba a quedar atrás. Y desde aquel momento, vislumbraba un objetivo que no conocía, era extraño pero inspirador.

—Espero sea pronto —dijo distraído mientras se alejaba, la hora finalizaba y el sr. Roberto ya se había ido, el jefe quería que repartiéramos y apiláramos los pedidos cuanto antes, pero se nos había escapado de las manos, mi relato interrumpió la salida de la producción del día siguiente, sin embargo, al final la empresa recibió nuestras disculpas y luego acabamos después del mediodía.

Solo hasta que te vi (disponible en físico y ebook)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora