Capítulo XVIII

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Habían pasado exactamente cuarenta y ocho horas, veintidós minutos y treinta y siete segundos desde que mi corazón había comenzado a latir esperanzado otra vez. Su ritmo no era ese compás apresurado y ansioso que solía tener, pero el beso de Miguel había sido suficiente para que el suave galope en mi pecho reanudara algo de la fuerza que había perdido luego de ser lanzado al vacío.

Miguel no había sido el único hombre que había besado mis labios o compartido mi cama. Nunca me negué a disfrutar de los placeres del mundo después de mi destierro, porque ya no tenía sentido hacerlo. Sabía que una parte de mí intentaba provocarle celos, arrancarle alguna reacción que le obligara a desmostarme que yo le importaba.

Nunca funcionó… hasta esa noche.

El aire se sentía diferente, ambos estábamos cambiando de una forma que ninguno alcanzábamos a comprender. El hilo que tiraba de nuestras almas poco a poco se iba estrechando más, achicando la distancia que nos separaba milímetro por milímetro.

Pero esta vez no me arriesgaría a dar pasos a ciegas, porque siempre que lo hacía terminaba con el corazón hecho añicos cortándome las manos.

Chequeé la dirección en la servilleta por última vez al bajar del bus y miré a mis alrededores con el ceño fruncido. Me encontraba a las afueras de la ciudad, tan lejos que me había visto obligada a tomar el bus, teniendo en cuenta que mi salario de periodista sufriría si pedía un taxi para tan larga distancia.

A penas se podía vislumbrar los alrededores con la espesa neblina que caía en la mañana. Aunque no tenía que esforzarme mucho para ver la majestuosa casa que se alzaba justo frente a mí.

«Justo como en las películas de terror que tanto le gustan a Elizabeth»

El pensamiento me atacó repentino, arrancando una sonrisa de mis labios. Odiaba esas películas, siempre me habían parecido ridículas y sin sentido, pero Elizabeth las encontraba emocionantes y más de una vez me había obligado a verlas.

Guardé la servilleta en el bolsillo de mi abrigo y subí los escalones hacia la entrada. La puerta de la estancia estaba tallada en un diseño rústico pero elegante, casi igual al de las mansiones francesas del siglo XVII. Y, si observaba bien todo a mí al redor, podía incluso jurar que había vuelto al pasado.

Sabía que Daniel Williams era un hombre ostentoso, pero nunca me hubiera imaginado que llegaría al punto de querer recrear los hogares de la alta sociedad francesa.

Dudé un segundo antes de que mi mano rozara el picaporte de la puerta. Daniel me había dado instrucciones específicas de entrar sin tocar. Supuestamente, la mansión la había heredado de su padre al morir y estaba completamente deshabitada a no ser por un ama de llaves que se encargaba de mantenerla en buenas condiciones. Aún así, no pude evitar la hesitación que me pobló al recordar las palabras de Miguel la noche anterior.

No dudaba un segundo que mi ángel guardián estuviera diciendo la verdad, pero, después de pensarlo por unas cuantas horas, había llegado a la conclusión de que la marca del diablo no significaba nada. Muchas personas la tenían porque, en algún momento de sus vidas que ni siquiera recordaban, habían hecho un pacto con Lucifer de forma inconsciente.

Las palabras tenían poder, el suficiente para atarte al infierno por toda la eternidad con la rapidez de un simple pestañeo.

Respiré profundo para alejar los malos pensamientos y entré en la mansión, encontrándome con un recibidor amplio que, si otros pudieran apreciarlo, sería sin duda alguna la envidia de los hogares de muchos millonarios alrededor del país.

A pesar de que la opulencia y belleza arquitectónica de la estructura estaba presente en los hermosos tallados de madera y el diseño elegante e intrincado del papel de pared, los muebles y adornos de las estancias estaban cubiertos por sabanas blancas que servían de protector para el espeso polvo que vestía cada superficie del lugar.

A simple vista la misión parecería vacía, pero si prestabas atención, las marcas de pisadas que se dibujaban en las capas de polvo del suelo eran indicio suficiente de que alguien la había estado frecuentando.

Fruncí el ceño, extrañada. Ese lugar aparentaba llevar meses abandonado, pero recordaba con claridad que Daniel me había dicho que dos criadas venían al menos tres veces al mes para asistir en la limpieza del lugar.

Claramente, había mentido.

Seguí las marcas de pisadas a través del recibidor, hacia la sala de estar, doblando una esquina para encontrarme dos majestuosas escaleras que llevaban al segundo piso de la mansión. Inhalé profundo el aire cargado de humedad y polvo antes de llenarme de valor para subir las escaleras. Todo aquello me parecía muy extraño y estaba empezando a sospechar que Daniel Williams no era quién realmente decía ser, pero la curiosidad por saber que se encontraba detrás de aquella puerta de madera blanca el final del pasillo donde terminaban las huellas podía más que la aprensión que había tomado preso a mi cuerpo.

Por cada centímetro de la puerta que cedía bajo el empuje indeciso de mi mano, la tenue luz amarillenta de la chimenea se iba escapando hasta iluminar el estrecho pasillo a mis espaldas. Miré asombrada a mi alrededor, bebiendo con mis ojos la belleza de las creaciones humanas. La habitación en la que me encontraba estaba completamente limpia, perturbada solo por lo que perecía ser añicos de un vaso de cristal esparcidos en el suelo. No muy lejos, con una de la patas de madera encajada en la pared de yeso, como si hubiera sido lanzada con una fuerza sobrehumana a través de la habitación, se encontraba una mesa tallada con bordes finos y elegantes. Justo en el centro del espacio vacío estaba una silla, su diseño era una réplica exacta de las sillas que ocupaban el estudio de Daniel Williams en su casa de la ciudad, desencajando completamente en medio de aquel lugar vestido con paredes azul pastel y ventanales blancos escondidos bajo cortinas del mismo color.

El olor a incienso llenaba el ambiente, aislando la habitación del resto de la mansión. Parecía otro mundo, como si el tiempo se hubiera detenido dentro de esas cuatro paredes, congelando la imagen para toda la eternidad.

—¿Daniel? —Mi voz hizo eco por toda la estancia, erizándome la piel—. ¿Daniel?

No sabía porqué le llamaba, era claro que me encontraba sola en aquél lugar desolado. Fui una estúpida, porque debería haber escuchado a Miguel cuando me pidió que no fuera.

Me disponía a abandonar la habitación cuando el reflejo de la luz de la chimenea sobre metal me detuvo. No titubeé un segundo, apresurando mis pasos hasta alcanzar la moneda de plata que descansaba en una esquina apartada de la habitación. El rubí de sangre incrustado justo en el centro parpadeaba. La frase tallada sobre el metal logró cortar mi respiración, atrapándola en mis pulmones hasta que puntos negros comenzaron a danzar en mi vista. 

Um dectrum der um foctio. Un alma por un favor.

La moneda del recolector de deudas. Al parecer, Miguel tenía la razón. Daniel Williams sí tenía una deuda pendiente con el Diablo, y ya habían venido a cobrársela.

Guardé la moneda en mi bolso y abandoné la habitación, cerrando la puerta detrás de mí.

Ya no había nada que se pudiera hacer por el magnate millonario. Él había sellado su propio destino cuando tuvo la osadía de querer pactar con el Diablo, el maestro de la manipulación y el engaño.

Ahora solo quedaba esperar y rezar por su alma para que algún día encuentre la paz en el Infierno de los desdichados.

Lilith (Almas Perdidas Libro 1) √Where stories live. Discover now