The Host of Seraphim

220 19 21
                                    

El amanecer comenzaba a despuntar en el horizonte. La lucha continuaba, feroz e imparable, en el interior de aquella muralla que cruzados y sarracenos creyeron inexpugnable y que, sin embargo, había caído. Como cayó Antioquía, despejando cualquier resquicio de duda sobre si Dios estaba con ellos, allanando el camino hacia el último bastión: Jerusalén. Únicamente dos hombres vivos seguían al otro lado, donde yacían amontonados los cadáveres de aquellos que murieron antes de ver la Ciudad Santa de nuevo bajo el poder cristiano. Y ninguno de los dos guerreros alcanzó a imaginar el nivel de violencia de la masacre que estaba perpetrándose tras aquellos altos muros mientras ellos continuaban enfrascados en su particular pugna. 

Un día completo había transcurrido, con su noche, otorgando una falsa paz a su alrededor, en aquella yerma desolación donde sólo reinaba la muerte y los cuerpos de sus compañeros caídos habían empezado a pudrirse. Ellos, empero, seguían en pie. Empapados en sangre, mancha fresca sobre mancha más oscura, prueba de todas las veces que habían perecido ya. 

Nicolò di Genova jadeó, limpiándose el rostro en la manga, en otro tiempo blanca, de la túnica que portaba bajo la sobrevesta, pero sólo logró ensuciarse más la cara. Apoyando su mano enguantada de cuero en su rodilla, volvió a levantarse. En esta ocasión ni siquiera agarró su mandoble, sino que se abalanzó sobre su contrincante sin más armas que sus manos. 

A fin de cuentas, eso le habían enseñado. En un discurso perfecta y perversamente manipulado para deshumanizar a aquellas gentes, para justificar sus muertes viles; un discurso que no distinguía entre soldados y civiles y, lo que era aún peor, ideado para creer que Dios mismo reclamaba aquellas vidas. Tras muchas conversaciones encendidas con Yusuf, Nicolò empezó a replantearse los principios que le habían inculcado. 

Pero aún faltaba mucho para eso.

La primera vez que sus miradas se habían encontrado, el genovés había caído de bruces de su caballo, tal y como Pablo de Tarso se desplomó de su montura, cegado en el ínterin de su conversión. Pero la gran revelación para Nicolò no llegó en ese momento. 

Todavía no. 

Aún deberá morir varias veces, en aquel ciclo quimérico de anástasis y catábasis, sólo que el cristiano sentía que acudía y volvía de ninguna parte, pues de aquellas muertes temporales nada guardaba en su recuerdo, más que oscuridad infinita y un silencio atronador. Aquel lugar no era ni Cielo ni era Infierno; era un limbo suspendido en el tiempo y el espacio, un lugar que las Escrituras no mencionaban, y eso era lo que sumía al genovés en el terror. 

Había perdido la cuenta de las veces que había regresado de ese lugar sin nombre. Y todas esas veces, aquel sarraceno había retornado igual que él. Y volvían a buscarse. En un campo de batalla donde uno arremetía indiscriminadamente con aquél que se le cruzaba, ellos se enfrentaban como los héroes antiguos, en combate singular. Continuando así, entre jadeos de extenuación e incredulidad, tratando de revertir aquel fenómeno contra natura que les había sobrevenido sin previo aviso. 

No más. Si volvía a caer en aquel vacío silente y lóbrego, sin arriba ni abajo, sin principio ni final, únicamente la enmudecida ausencia de Dios engulléndole, se volvería loco. 

Porque sólo existía algo peor que el castigo divino: Su silencio. 

“Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Así, puesto que eres tibio, te vomitaré de Mi boca.”

El genovés recordó aquella cita del Libro del Apocalipsis. ¿Ésa era su penitencia, por haber vivido con cobardía, fingiendo incluso ante Él lo más ignominioso y descarriado de su naturaleza? ¿No le habían bastado su voto de castidad ni su decisión de partir a Tierra Santa en busca de indulgencia? ¿Qué más quería de él, maldita sea, arrastrándole a aquella danza macabra que se burlaba y subvertía las reglas de su propia Creación, una y otra vez…? 

The Host of SeraphimOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz