Tras ganar los Juegos Olímpicos de Tokyo 2021, Kageyama le pide a Hinata que vaya con él a visitar a su abuelo.
[miniregalo de cumple para @CallmeJane3 ]
Este one shot es un regalo de cumpleaños para CallmeJane3, que me acompañó cuando descubrí la backstory de Tobio y a su precioso abuelo y con la que comparto mi amor desmesurado por los Kageyamas además de un millón de headcanons. De paso le hice un dibujito, porque ella lo vale y de alguna manera hay que pagarle los KageHina con los que nos hace soñar.
¡Feliz cumpleaños, señorita zorrífera!
*Ohaka mairi es como le llaman los japoneses al acto de visitar la tumba de un ser querido y mostrarle así su afecto y respeto.
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—¿Estás seguro de que no sería mejor ir de traje?
Es la tercera vez que lo pregunta. No puede garantizar que no haya una cuarta.
—Sí. Y no lo preguntes más.
Su voz es suave, igual que la brisa cálida de agosto. Hinata asiente, intentando convencerse a sí mismo de que si él lo dice, será porque es así. Quizás su abuelo era como ellos. Tenía que serlo, claro.
Un idiota del vóley.
No hay gente, ni tampoco silencio. Un coro de gorriones pone compás a sus pasos, zapatillas deportivas gastadas por la suela sobre losa gris y cantos rodados. Hinata abraza la pelota, mirando hacia el frente. Kageyama siempre se pierde en todas partes, pero aquí camina sin dudas. Giro a la derecha, todo recto. Otra vez a la izquierda.
Querría cogerle la mano, pero no le gustaría hacer nada que lo estropee.
Los árboles, no muy altos, de copas humildes, se niegan a robar la luz que baña la piedra; prefieren romperse en un millón de ramas, extendiendo dedos de madera en todas las direcciones. Huele a sakura. Sus brazos se rozan. Puede sentir la calma crecer a su lado, fluir por las venas de Kageyama y atrapa la sensación. Le gustan todas las formas de él que conoce, pero esta, esta es de sus favoritas.
Se detienen junto a un pequeño estanque, algo apartado. Hay dos pececillos naranjas nadando cerca del fondo. Son las diez de la mañana y ya hace calor, pero allí se está bien. Hinata se queda un paso atrás, y Kageyama avanza.
Solo por esta vez.
No llevan flores, ni tampoco osenko. Ni siquiera han pensado en hacer el osoji correctamente, no tienen cubo ni agua, y Hinata puede imaginar a su abuela golpeándole por no guardar respeto a los muertos. Kageyama no parece preocupado por esos asuntos. Agacha la cabeza en un saludo breve y después camina, decidido, hasta la lápida.
Abre la mano derecha, los dedos estirados, largos, se posan sobre el kanji de su apellido y lo recorren, acariciándolo. Kageyama. Susurra algo que Hinata no alcanza a oír.
¿Le estará hablando de mí?
El corazón le late deprisa, y cambia el peso de una pierna a otra, traga saliva doscientas veces en medio minuto, decide que le está picando una etiqueta imaginaria de la camiseta. La camiseta granate, con el diez en la espalda, bajo su nombre. La camiseta que vestía hace tres días, la que llevaba cuando ganaron los Juegos Olímpicos. Aunque limpia, todavía parece oler a Tokio. Como si la ciudad se les hubiese metido bajo la piel, con regusto a aplauso y victoria, a bullicio, alegría y sake.
Mierda. Tampoco trajimos sake.
Kageyama vuelve a pasar la mano por las letras grabadas, y después extiende la izquierda y deposita su ofrenda, en el lugar dispuesto para las flores.
Una copa dorada, grande.
Hinata piensa que tal vez el olor de Tokio tenga un poco de Kageyama. Últimamente todo se confunde y entrecruza con él, los días y las noches, la distancia y la cercanía, pases y carreras y piques y susurros suaves bajo las sábanas, como si estuviesen tejiendo una trenza, anudándose por todos los puntos para que cuando la vida vuelva a tirar de cada extremo en una dirección, estén conectados por el núcleo.
Lee la inscripción en la copa. Tokio 2021.
—Ey, tú —dice Kageyama, girando un poco la cara, con la mascarilla bajada, mirándole sobre el hombro. Hinata se pone firme, abriendo mucho los ojos.
—¡Sí!
El gesto de Kageyama es serio, pero suave. El dorado de la copa brilla bajo el primer sol de un día de verano. Los ojos azules roban protagonismo al cielo sin nubes, y Hinata se pregunta si su abuelo fue tan guapo, si también tenía ese flequillo ordenado, respetado hasta por el viento. No hay tensión en las líneas de su frente, ni tampoco en su boca. No sonríe, pero todo está bien. Hinata lo hace grande y pleno, por los dos. Kageyama no puede ver lo que pasa bajo su mascarilla, pero los ojos se le estiran hasta convertirse en dos líneas.
De verdad hemos llegado hasta aquí.
—Ven—le pide, haciendo un gesto con la mano. Hinata pasa sobre la piedra que delimita la zona, sin quitar la vista del nueve que persiguió desde los catorce años. Se pone a su lado, con la boca un poco seca. Hace una reverencia demasiado pronunciada, prácticamente doblándose en dos. Kageyama le mira, frunciendo el ceño—. No estás ante el emperador, idiota.
—¡Él es más que el emperador! —exclama, señalando la lápida donde reposa la copa—. Es como... ¿Quién está por encima del emperador?
Kageyama parpadea.
—¿Los dioses?
—¿No están al mismo nivel? —. Los dos miran hacia delante un poco confundidos. Hinata le da un codazo, con los ojos sobre el kanji del nombre propio. Kageyama se lo devuelve, y Hinata le da otro más fuerte, y sufre las consecuencias en forma de patada voladora contra su culo—. ¡Au, Bakayama! Deja de agredirme y, ya sabes, preséntame.
Acaba la frase en un susurro. Kageyama asiente y carraspea.
—Ey, abuelo —dice, como quien saluda al frutero. Hinata agacha otra vez la cabeza, mira sus zapatillas. Están un poco sucias. Tendría que haberles pasado un trapito o algo, mierda, es un momento importante y tiene las zapatillas llenas de tierra como si hubiese estado... escalando árboles... o cualquier cosa.
Kageyama no habla. Hinata se pregunta si debería darle otro codazo. No tiene experiencia en estas cuestiones, así que se mantiene así, formal, lanzando órdenes silenciosas a su pelo para que no se encrespe y a su estómago para que no ruja de hambre y a sus labios para que no se sequen, y sólo se permite mirar por el rabillo del ojo a su izquierda, a Kageyama. El sol le golpea la mejilla derecha y tiene un párpado entrecerrado por la claridad. Parece estar resolviendo un problema, como cuando tenían quince años y trataba de conjugar un verbo en inglés.
Sin pensarlo demasiado, le pasa el brazo por su espalda, sujetándole por la cintura. Kageyama le mira y Hinata le dedica la mejor sonrisa de su repertorio, la sonrisa de díselo de una vez. Dile que somos campeones del mundo.
Kageyama coge aire. Está sonrojado. Está tan feliz. Mira otra vez hacia delante, pasa su brazo derecho por los hombros de Hinata y lo abraza un poco, atrayéndole hacia sí. La medalla que lleva en la mano se balancea, y el oro envía destellos contra la piedra pulida.
—Este es Shōyō —se detiene un momento. Aprieta los dedos sobre su hombro, le está buscando, y Hinata le tira suave de la parte baja de la camiseta, respondiendo sin palabras—. Tenías razón, abuelo. Le encontré.