Las tres plumas

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Irlanda, 848 d.C.

Siempre he vivido en Irlanda. Aquí he nacido y supongo que aquí moraré hasta que se extingan mis días. Mi existencia nunca ha sido fácil o acomodada. Vivir en una granja aislada en el medio de Slieve Bloom donde apenas nadie se atreve a internarse no nos ha garantizado ni a mí ni a mis hermanos muchas oportunidades de distraernos de nuestros quehaceres diarios. Ernmas, nuestra madre, no permitía que nos levantásemos más allá del primer trino que resuena al albor, cuando el cielo es de color púrpura y la bruma envuelve nuestra pequeña casita como si se la quisiera tragar por completo. Así era cuando ella vivía y así sigue siendo ahora que ha desaparecido. Si bien rondaba ya los cuarenta años y estaba en una edad habitual para el deceso natural, no sucedió de ese modo. Simplemente nos despertamos una mañana con el estridente graznido de un cuervo y ella no estaba en su catre. La buscamos por el bosque, el cerro de Ard Éireann, los valles y las riberas del río Shannon, pero la tierra parecía haberse tragado sus huesos y el aire haber dispersado su aliento. Mis hermanos Glonn, Gnim y Coscar pidieron ayuda en las granjas cercanas; mis hermanas Ériu, Banba, Fodla, Badb y Macha lloraron y rezaron a todas las divinidades conocidas, pero todo fue en vano.

¿Qué es lo que hice yo?

Yo, que sabía en el fondo de mi alma que nuestra madre jamás regresaría, empecé a soñar.

A mis diecisiete años nunca había sabido lo que era soñar. El cansancio me abatía cada noche como un cazador asaeteando una liebre coja, sin posibilidad de huir de las garras de un descanso opaco y pesado, que me devolvía cada mañana a un nuevo día de trabajo. Alimentar a los animales, retirar malas hierbas, hilar lana y limpiar son algunas de las actividades que ocupan mis días y que vaciaban mis noches de cualquier concesión a la imaginación o a la fantasía.

Hasta ahora.

Desde que madre se fue, cada noche cuando se abrazan mis pestañas caigo a toda velocidad a través de un cielo plomizo del color de la plata bruñida y vasto como el océano. A mis pies, siempre la misma visión. Un campo de batalla desde el que resuenan los alaridos de miles de personas, el hedor de la sangre ascendiendo hasta mi rostro en volutas escarlata. Puedo oler el color rojo y escuchar la carne de los combatientes cuando se abre rasgada por una espada, una flecha, una lanza. Puedo saborear el miedo y ver las formas que los gritos de los moribundos dibujan en el aire. Sigo cayendo, caigo y caigo en medio de esa vorágine de sentidos incoherentes, y después me despierto. Aterrizo en mi jergón sacudida por alguna de mis hermanas, enfadadas porque ya no me levante con el primer trino que resuena al albor.

En la pequeña granja ya sólo quedamos Badb, Macha y yo. El resto de mis hermanos y hermanas se han marchado hace tiempo, buscando su propio camino en la vida. Ériu se casó poco después de la muerte de madre y Glonn quiso viajar por el mundo. Mis otros parientes también se desperdigaron como dientes de león en el viento, unos en busca de romance y otros de aventuras. No hemos vuelto a saber nada de ninguno y a menudo maldigo que las únicas que permanecen a mi lado sean precisamente las personas con las que peor me llevo, las tres consumidas en una apabullante rutina.

-¡Arriba, Mór! —Badb me sacude con fuerza. Tiene el pelo rojo y los nudillos en carne viva de tanto lavar la ropa en el regato helado que transcurre cerca de la granja. Por algún extraño motivo que no alcanzo a comprender, le encanta hacer la colada—. ¡Vamos, Mór! Las cabras te están esperando. ¿Cómo puedes haberte vuelto tan perezosa?

Un lobo aúlla a lo lejos y las dos damos un brinco.

—Voy a asegurarme de que no ande cerca —dice ella, armándose con un arco y ajustándose la capa de piel de lobo—. Venga, arriba.

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