Capitulo 26

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Junté toda la vegetación que encontré y que pude arrancar sin arañarme demasiado las manos y la metí debajo de las ruedas, pero ni así conseguí mover el coche.

Las ruedas enterraban las plantas en la tierra sin lograr ningún agarre. Volví a intentarlo con piedras pequeñas, pero fue peor y se hundieron aún más. De haber contado con la ayuda de otra persona que empujase mientras yo aceleraba, quizá lo hubiese conseguido, pero estando solo, la tarea era imposible. Salí del coche y pateé una de las ruedas, sabiendo que aquella era una causa perdida.

Cuando partí ya se estaba haciendo de día. Me llevé la botella de agua y me puse tu sombrero. Me quedaba un poco grande y me tapaba casi hasta los ojos. Sabía que iba a pasar calor caminando durante el día, pero no tenía otra elección: no podía quedarme con el coche porque entonces nadie me iba a encontrar. De todos modos, era pronto, aún refrescaba.
Caminaba por la arena con dificultad, manteniendo siempre la duna a mi derecha, y pronto noté cansancio en los muslos. Al principio procuré caminar aprisa para recorrer cuanto más terreno mejor antes de que apretase el calor, pero el calor llegó de todos modos. Me di cuenta cuando se me hizo difícil respirar hondo y cada paso era como si llevara botas hechas de plomo. Agaché la cabeza y me concentré en los pies... uno delante, después el otro. Empezaba a apestar: el sudor más reciente se mezclaba con sudor rancio, el sudor seco del día anterior. Bebía pequeños tragos de agua y, aunque ninguno de los tragos me parecía suficiente, no me permitía beber más.

Llevaba un rato caminando cuando me di cuenta de que no veía ningún árbol. Ni siquiera uno. Lo más alto en lo que me podía fijar y marcar como objetivo en aquel paisaje de color marrón oxidado eran arbustos de spinifex, así que me detuve, me di media vuelta y miré a la infinitud que me rodeaba. Por todas partes no había más que arena. ¿Cómo podía orientarse uno? Me senté a absorber su calidez. Me hice una bola diminuta y me mecí.

Lloré y después me odié a mí mismo por ello, porque con las lágrimas estaba malgastando agua.

Ásperos granos de arena se me pegaron a las mejillas y me las rasparon. Un poco más allá oía cómo el viento levantaba la arena y formaba remolinos. Me entró polvo en la boca y se me pegó a los dientes y la lengua. Aquel paisaje me estaba venciendo; me estaba desgastando como había hecho con las rocas. Iba a morir. Era estúpido por tener siquiera la esperanza de llegar a alguna parte.
Sin embargo, algo me impedía darme por vencido. Al menos por el momento. Aún no. Me puse en pie y seguí caminando. Intenté pensar en mi casa, imaginé a Chaerin andando a mi lado, animándome a seguir. Pero siempre que me volvía hacia ella, se desvanecía. Sin embargo, su voz permanecía allí, arremolinándose a mi alrededor como la brisa.

Sorbí las últimas gotas de agua de la botella y más tarde lamí el cuello metiendo la lengua por entre los surcos. La dejé tirada en la arena. Puse un pie delante y después el otro. Seguí adelante. Me fue bien durante un rato, pero entonces el sol subió un poco más y dejó caer sus rayos ardientes sobre mí. Empecé a tambalearme, caí, me volví a levantar. Di un paso adelante arrastrando la punta del pie por la arena. Estiré los brazos hacia delante y me agarré al aire, intentando tirar de mí mismo. La tierra me quería, tenía brazos con los que estaba esperando para atraparme y yo no iba a poder aguantar para siempre. Volví a tambalearme. Esa vez no me pude poner en pie, así que avancé a gatas.

Tiré de mi camisa, me la arranqué; necesitaba hacer algo, cualquier cosa para estar más fresco. Lo siguiente fueron las botas. Las dejé atrás, en la arena. Después los pantalones cortos. Estaba mejor arrastrándome en ropa interior. Así, llegué a ponerme en pie y caminar unos pasos antes de caer de nuevo; entonces me quedé tumbado boca arriba, mirando el sol, intentando respirar. Todo era blanco y reluciente. Me di media vuelta: necesitaba moverme. Metí los dedos por debajo del elástico de los bóxers y tiré de las piernas abajo.
Seguí a rastras. La arena me arañaba la piel, pero eso lo podía soportar. Estaba más fresco. Logré levantarme, aunque estuve a punto de no conseguirlo. Flaqueé, la cabeza me daba vueltas; entonces se me metió una mosca en la nariz, desesperada por encontrar un lugar húmedo. Sentí que se adentraba por la fosa nasal. Después vinieron más. Volaban a mi alrededor y se posaban sobre mí como si ya fuera carroña; se me metían en las orejas y en la boca, entre los muslos. Para espantarlas hubiese hecho falta gastar demasiada energía, así que en lugar de hacerlo, avancé un paso más. El mundo dio vueltas a mi alrededor y durante un instante el cielo fue rojo y la arena, azul. Cerré los ojos. Di otro paso. Me concentré en sentir los granos de arena en las plantas de los pies; cálidos, pero no afilados. Caminaba así, desnudo y cegado y cubierto de moscas, a tientas. Ya no sabía hacia dónde me dirigía, ya no sabía apenas nada. Solamente que avanzaba.

CARTAS A MI SECUESTRADOR (GTOP)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora