Capítulo 1

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Emma

Londres 1 de junio de 1816.

¿Podría mi corazón latir más deprisa?

Aquello parecía imposible, literalmente imposible; y no porque mi fisiología lo impidiese, si no porque tanta actividad me robaría el aliento...y todo antes de verlo.

Era sumamente vergonzoso admitir que mi vida se había convertido en un torbellino de emociones; especialmente, desde el preciso instante en que la prensa anunció su regreso. Prácticamente había enloquecido.

Así que aquí estaba. Sola y sentada en el carruaje de mi familia, frente al puerto de Londres, con el corazón desbocado y el pulso acelerado; aguardando por la llegada del hombre que partió mi corazón hace cinco años.

Incapaz de mantener las manos quietas, empecé arrugar mi elegante traje.

- "Tranquilízate, Emma"- susurré para mí misma.

Esto era sumamente penoso, me estaba comportando como una adolescente, y a mis veintidós años distaba mucho de serlo.

Enderecé mi postura y reposé mis manos tranquilamente sobre mis faldas, guardando la figura de una dama. Afortunadamente, había recibido una educación  propia de la hija de un conde, formándome como una mujer elegante y de carácter seguro; sin embargo, cuando se trataba de él, se me olvidaban todas las normas del decoro. Era como si su mera presencia en mi vida descontrolara esa parte salvaje que debía tener siempre bajo vigilancia.

-¿Lady Emma?-habló una voz conocida, alejándome de mis pensamientos

La cortina del carruaje se había corrido un poco, para descubrir la figura de mi cochero.

-¿Sí, Thomas?-respondí aún más nerviosa.

-Milady, el Victoria, acabará de tocar puerto en unos minutos.-respondió.

Fijé mi vista sobre el majestuoso barco que empezaba a divisarse más cerca de nosotros.

-Gracias-respondí débilmente, tratando de serenar mi corazón.

Permanecí en mi lugar impertérrita por algunos minutos. El cochero de aclaró la garganta.

- No quiero ser inoportuno pero...¿Bajará del carruaje, Milady?

Contemplé al viejo Thomas por largos segundos.

- Estoy lista.- respondí con la escasa calma y seguridad que quedaba dentro de mí.

Acomodé mi sombrero, alisé mi falda y bajé del carruaje.

Respiré bruscamente.
Por un segundo creí que estaba ante un mar de gente. Era muy probable que la mayor parte de Londres estuviera allí: hombres, mujeres y niños; personas de todas las clases sociales. Absolutamente todos,  se habían dado el tiempo necesario para recibir a nuestros héroes.

Me apresuré a caminar ágilmente, cuidando de no golpear a las personas que encontraba a mi paso, hasta que un toque en mi falda llamó mi atención.

-¿Señorita, me compra un retrato de su excelencia, el Duque de Wellington?-preguntó una niña de rizos dorados y rostro sucio, cuya altura llegaba hasta mi cintura.

-¡A Wellington no, tonta!-añadió la voz huraña de un niño vestido con ropa modesta y desprolija- la señorita es joven... ¡y el Duque de Wellington es viejo y gordo!

-¿Entonces a quién debo venderle?-preguntó inocentemente la niña.

-¡Al Duque de Devonshire!- mi cuerpo se estremeció al escuchar su nombre. Había pasado mucho tiempo.

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