El reloj rozaba las cuatro de la madrugada cuando el utilitario gris metalizado rompió el silencio reinante en las afueras de la ciudad.En la carta que había recibido aquella mañana se indicaba la dirección de una granja, apenas a veinte minutos de la ciudad en coche, pero el sentimiento de desesperación por llegar a ella le hacía parecer que aquel viaje se estaba alargando ya un par de horas. Cuando vio el recinto desde la última curva, su desesperación se tornó en júbilo. Gradualmente redujo la velocidad, acercándose despacio a la puerta de las instalaciones y deteniendo el coche en el arcén, junto a ella.
El lugar era una granja familiar dedicada a la producción de huevos y carne de ave, pero a pesar de su humilde origen, años atrás, el paso del tiempo había hecho que llegase a tener cinco enormes naves industriales de cría y otras tantas de manufactura, tratamiento y almacenamiento de productos animales.
Apagó las luces y el motor del coche. Se quedó unos segundos mirando el lugar, intentando descubrir a aquel que le hubiese enviado la carta, pero no parecía haber nadie en los alrededores.
Bajó del coche y sintió el frío y la humedad del aire en su cara, podía ver cómo su aliento dibujaba nubes de vapor en la clara noche, despejada e iluminada por una luna casi llena. Se frotó con fuerza las manos y cogió el abrigo del asiento del pasajero. Aquel año el invierno se había adelantado. Cerró las puertas y pensó que hubiese sido mejor idea haber dejado el coche más atrás, apartado en el camino y haber cubierto el último tramo andando; su llegada habría sido más silenciosa, pero ya no podía hacer nada para remediarlo, así que optó por acercarse a la entrada principal de la finca.
Sobre los pilares de ladrillo, a los que se sujetaba la oxidada puerta de hierro que daba entrada al complejo, se encontraba colocado un cartel donde se podía leer el nombre de la empresa que gestionaba la granja. Poco más abajo había instalado un portero automático para avisar al encargado, o tal vez, a los dueños, aunque no era tal el caso. No pretendía comprar ni huevos ni carne, ni siquiera quería una cría como mascota, y tampoco tenía intención de hacer una visita de cortesía, no al menos a aquellas horas de la madrugada.
Aunque la fotografía era una especie de invitación y allí no había nadie esperándolo. Quizás...
Llamó al timbre y esperó unos segundos.
Nadie contestó.
Decidió olvidarse de intentar entrar por las buenas y encontrar otro medio para entrar. El recinto estaba cercado hasta una altura de unos tres metros y, aparte de la puerta oxidada y la fina valla de alambre entrecruzado que rodeaba el sitio, no parecía haber más sistemas de seguridad que impidiesen el paso a los intrusos.
Tranquilamente, recorrió la valla por el exterior hasta situarse lo más cerca posible de lo que parecía una de las naves de cría de animales, precisamente, una de las que aparecía en la fotografía que había recibido.
Se agarró fuertemente a la verja y empezó a trepar. Llegar arriba fue fácil, pero al pasar el primer pie al otro lado de la cerca, una mano le resbaló del alambre humedecido por la helada, haciendo que se soltase y cayese de espaldas al suelo. El aire se le escapó abruptamente y por un momento dejó de respirar. Cuando se levantó tenía un leve dolor en el trasero y la cabeza, por suerte había caído en el lado correcto de la valla.
Las instalaciones ocupaban varias hectáreas de terreno, y esperaba encontrarse con algún perro adiestrado para disuadir a los intrusos, pero tampoco parecía que allí hubiese alguno, cosa que le resultó bastante extraña.
Mientras se acercaba al edificio de cría más cercano, observaba detenidamente sus paredes en busca de un sitio por donde poder entrar. Se había olvidado de llevar una linterna, pero la claridad que llegaba de la cercana ciudad, junto con la luz de la luna, le permitían distinguir bastantes detalles mirase donde mirase. Lentamente dio la vuelta al edificio, escudriñando cada rincón. Descubrió que ninguna ventana tenía rejas, y que alguna que otra se encontraba abierta, pero no veía clara la manera de escalar y subir hasta ellas. Estaban demasiado altas, a unos cuatro metros de altura. Si echaba un vistazo por la finca podría encontrar una escalera, algún barril de metal o unos cuantos sacos que pudiese apilar para alcanzar aquella altura, aunque hasta aquel momento no había indicio alguno de que alguien hubiese descubierto su presencia, y supo que si se dedicaba a merodear tranquilamente por el lugar, al final lo acabarían pillando, así pues, decidió intentarlo directamente por la puerta del edificio.

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La Marca del Pacto: Revelaciones
Science FictionMientras que en una región remota de Rusia se prepara un plan de conquista contra La Tierra, un hombre comienza a vivir extraños sucesos que le harán dudar de su cordura. Josh Wellington, conocido periodista del mundo esotérico y paranormal, le desc...