—Por favor —dijo Peter—. ¿Qué demuestra eso?

Carla se sintió descorazonada. Era obvio que Peter se posicionaba contra ellos.

—Espera, Peter. No lo has oído todo. Esta es Ilse. Trabajaba en el hospital de Akelberg.

Peter la miró expectante.

—Me educaron en el catolicismo, padre —dijo Ilse; Carla lo ignoraba—, pero no soy una buena católica —añadió.

—Bueno es Dios, no nosotros, hija mía —dijo Peter, piadosamente.

—Pero sabía que lo que estaba haciendo era pecado. Y aun así lo hice, porque me lo ordenaban, y yo estaba asustada. —Rompió a llorar.

—¿Qué hiciste?

—Matar a gente. Oh, padre, ¿me perdonará Dios?

El sacerdote miró fijamente a la joven enfermera. No podía considerar aquello propaganda; tenía ante sí un alma atormentada. Palideció.

Los otros guardaron silencio. Carla contuvo el aliento.

—Llevan a personas discapacitadas al hospital en autobuses grises —dijo Ilse—. No reciben un tratamiento especial. Les administramos una inyección, y mueren. Después los incineramos. —Alzó la mirada hacia Peter—. ¿Seré perdonada algún día por lo que he hecho?

Él abrió la boca para hablar. Se le atoraron las palabras en la garganta y tosió.

—¿Cuántos? —dijo finalmente con voz tenue.

—Por lo general, cuatro. Autobuses, quiero decir. Suelen llegar unos veinticinco pacientes en cada autobús.

—¿Cien personas?

—Sí. Por semana.

La ufana compostura de Peter se había desvanecido. Tenía la tez pálida y plomiza, y la boca abierta.

—¿Cien personas discapacitadas por semana?

—Sí, padre.

—¿Qué tipo de discapacidades?

—De todo tipo, mentales y físicas. Ancianos seniles, bebés con malformaciones, hombres y mujeres, parapléjicos y retrasados, o sencillamente personas improductivas.

Peter tuvo que repetirlo.

—¿Y el personal del hospital los mata a todos?

Ilse sollozó.

—Lo siento, lo siento, sabía que estaba mal.

Carla observó a Peter. No quedaba ni rastro de su aire altanero y desdeñoso. Se apreciaba en él una notable transformación. Después de escuchar en confesión los pequeños pecados de los prósperos católicos de aquel acaudalado distrito, de pronto se veía enfrentado a la maldad en estado puro. Estaba conmocionado.

Pero ¿qué haría?

Peter se puso en pie. Tomó a Ilse de ambas manos y la ayudó a levantarse de la silla.

—Vuelve a la Iglesia —le dijo—. Confiésate con tu sacerdote. Dios te perdonará. De eso estoy seguro.

—Gracias —susurró ella.

Soltó sus manos y miró a Heinrich.

—No será tan sencillo para los demás —dijo.

Se volvió de espaldas a ellos y se arrodilló para rezar de nuevo.

Carla miró a Heinrich, y este se encogió de hombros. Se levantaron y salieron de la sala. Carla rodeó con un brazo a Ilse, que seguía llorando.

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⏰ Última actualización: Sep 21, 2012 ⏰

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