El secreto de Maya

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CAPÍTULO UNO

El viento agitaba mi cabello despeinándolo y enredándolo por todo mi rostro. Miré a un lado y a otro, pero no reconocí el lugar. Me di cuenta de que estaba descalza y de que iba vestida con el pijama. Comencé a tener frío y la piel se me erizó, y con un movimiento instintivo me abracé a mí misma. 

A mi alrededor los árboles se agitaban furiosos y el sonido del viento se colaba por cada rincón de aquel frondoso bosque. El paisaje era un tanto aterrador. ¿Cómo había llegado hasta allí? Nunca antes había tenido un episodio de sonambulismo y sin duda alguna no estaba soñando, pues todo era demasiado real.  

Decidí caminar recto intentando seguir un pequeño camino que se esbozaba entre la maleza. Apenas di dos pasos cuando escuché una rama romperse bajo el peso de algo. Giré rápidamente el rostro y me encontré cara a cara con un joven. Parecía cansado y asustado. Sus ojos, de un azul apagado, reclamaban mi atención. Llevaba el cabello oscuro muy despeinado y su precioso rostro estaba manchado de barro.  

-Hola -dije acercándome un poco más a él-. ¿Estás bien? 

No contestó y dio un paso atrás. 

-No voy hacerte nada. ¿Sabes dónde estamos? -pregunté mirando a ambos lados, rastreando el lugar.  

El joven empezó a respirar agitado. En su cara divisé el pánico. Alzó la mano y señaló a mi espalda, así que volteé el rostro, pero allí no había nada. Escruté con más énfasis, pero sin duda alguna aquel muchacho no estaba bien. No había nada más que árboles que se perdían en la oscuridad que nos rodeaba. 

-Allí no... -comenté. Pero al volver a mirar al frente, el joven ya no estaba.  

Me quedé bastante asombrada. Examiné a mí alrededor pero no había ni rastro de él, se había esfumado como por arte de magia. 

De repente un sonido horrible, una especie de alarma, empezó a resonar en el bosque. Retumbaba en mi cabeza y era muy molesto. ¿Qué demonios estaba pasando?

-¡Maya! -la voz de mi madre me devolvió a la realidad.  

Abrí los ojos poco a poco. Mi madre me lanzó el despertador para que lo apagara y, murmurando algo que no entendí, se marchó y cerró la puerta.  

Me incorporé y apoyé los pies en el suelo. Había sido un sueño muy real y perturbador. Aún perduraba en mi mente la imagen del joven. Me había metido tanto en el sueño que el despertador no hizo su principal función: despertarme.  

Era el primer día de clase.  

Como siempre, estaba un poco nerviosa por la gente con la que pudiera encontrarme, pero me reconfortaba el hecho de que Nora, mi mejor amiga, se hubiese apuntado conmigo. Después de acabar bachillerato y hacer la selectividad, acabamos optando por hacer un grado superior de Diseño Gráfico. Mi madre no acababa de entenderlo, ya que yo estaba dispuesta a estudiar psicología, pero después de mucho recapacitar entendí que lo que realmente me gustaba era dibujar y diseñar. Por más que mis padres no estuvieran del todo de acuerdo con mi elección, estaba totalmente dispuesta a hacerlo. 

Estaba tan pendiente del sueño de aquella noche que tardé más de lo normal en desayunar, así que subí rápidamente a ponerme unos tejanos y una camiseta de tirantes negra, me recogí el pelo en una coleta, cogí mis cosas y salí disparada a buscar a Nora. 

El instituto donde se impartía este grado superior estaba a unos veinte minutos andando. Nora vivía a tres calles de mi casa, prácticamente al lado. La conocí en el instituto con trece años. Se mudó desde Madrid a Barcelona por el trabajo de su padre y desde el primer día de clase nos hicimos inseparables.  

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