Vampiros en La Habana

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“Nosotros hemos visto el cadáver de la pobre criatura. En su cuello, la yugular rota y más hacia atrás otra herida que parecía indicar un feliz barrenamiento de carne palpitante. El miserable vampiro, creyendo llevar la vida a su cuerpo tuberculoso, debió de sentir espasmos de placer aplicando con furioso paroxismo sus malditos labios a la sangrante herida. Deténgase la pluma ante tanto y tan indibujable horror.”

Avilés, 1917.

  Vampiros en La Habana

            La primera vez que la vi estaba en la playa de Salinas al atardecer. De vez en cuando, me gustaba empezar a caminar desde el centro de Avilés hasta allí. Y el mes de julio era el mejor momento, cuando el tiempo del ocaso se prolongaba casi hasta las diez de la noche. A aquellas horas la temperatura ya era lo bastante baja como para que la playa estuviese vacía aunque, si el tiempo lo permitía, siempre quedaban unos pocos pescadores que se entretenían, a la orilla del mar, viendo si picaba algo. Eran los años 80 y aún no se había puesto de moda el surf en nuestras costas. Es más, intuyo que alguna madre habría puesto el grito en el cielo de saber que su hijo quería aventurarse a jugar con las peligrosas aguas de aquel mar. Todos los años se ahogaba algún descuidado.

            Ella se encontraba a medio camino entre las escaleras que llevaban al paseo marítimo y la orilla. Aquel día la marea estaba muy baja y la arena se había secado bastante, pero ella estaba sentada sobre una toalla, con unas larguísimas piernas embutidas en ceñidos vaqueros pitillo y abrigándose con una cazadora vaquera de amplias hombreras, adornada con un par de parches, mientras leía un libro. Se ataba el pelo, rubio y muy largo, en una tirante y alta coleta. Este peinado dejaba ver sus increíbles ojos, de un brillo cristalino, casi vidrioso, enmarcados por una piel muy pálida y pulcra.

            No me di cuenta de que me había quedado mirándola hasta que ella dejó escapar una risita. Con una mezcla de suficiencia y nerviosismo, sonreí, a la vez que ella me hacía un gesto con la mano, invitándome a aproximarme. Mi sonrisa se ensanchó.

            —¿Qué lees? —quise saber.

            Ella separó el libro de su vista, colocó un marcapáginas antes de cerrarlo y me lo entregó sin dejar de mirarme. Fue entonces cuando reparé en sus finas y bien cuidadas manos. Y en sus uñas perfectamente arregladas, que parecían hechas de cristal.

La Noche de Todos los Santos —leí—. ¿Una novela religiosa?

—Más bien una novela de terror. O una novela gótica.

—¿Una novela gótica?

Ella sonrió, divertida.

—¿Quieres saber de qué trata?

—Sí, ¿por qué no?

—Pues hay gente a quien le sorprende que me guste venir a leer sola a la playa. Que creen que el verano es para salir y para tomar el sol. Siéntate, si quieres.

Mientras me colocaba junto a ella, en una esquina de la toalla, pude oler su pelo,  que liberaba un aroma picante y dulce al mismo tiempo y se entremezclaba con el de la salada brisa del mar que despeinó mi flequillo.

—Será porque se supone que debes aprovechar, mientras seas joven, para divertirte. Pero hay gente que sólo sabe divertirse tomando el sol y bebiendo. Y tú no pareces el caso.

—Ni tampoco soy tan joven como parezco. ¿Sigues queriendo saber de qué trata el libro?

Yo asentí, con una sonrisa, mientras extendía los brazos hacia atrás y apoyaba las manos en la arena. Estiré también mis largas piernas y dibujé surcos con ellas, mientras miraba mis viejas zapatillas.

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