Parte 12

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Gonzalo preparó la mesa para la cena y quemó en una de las velas el papel que Catrina le había dado. El hechizo estaba así completo. Gonzalo supo al terminarlo que el mismo funcionaría, y también de qué se trataba, aunque la anciana no se lo hubiera dicho. El hombre sonrió: había una fantástica ironía en todo aquello y se tomó un momento para saborearla, sintiéndose una vez más dueño de su destino. Pronto sería libre.

La comida estaba en el horno, enfriándose mientras Gonzalo esperaba. En realidad no tenía mucha importancia pero quería que la escena fuera perfecta, y el olor de la carne asada hasta tenía un valor simbólico, casi como de un sacrificio ritual.

El hombre se sentó a la mesa y cerró los ojos, disfrutando la tranquilidad. Miranda se demoraría, sin duda, pero no faltaría a la cita, y entonces la tranquilidad dejaría paso a la tormenta.

Por fin escuchó el sonido de la llave en la cerradura, y Miranda entró a la casa arrastrando los pies. Gonzalo sonrió. Aquel andar pesado acababa de decirle todo lo que necesitaba saber.

—Hola, esposa mía —saludó él cuando Miranda entró en el comedor. El rostro de ella estaba tenso.

—Hola.

—Siéntate y bebe un poco de vino. Yo iré a ver si hace falta recalentar la comida. ¿Cómo estuvo tu día?

—Bien.

Gonzalo casi se echó a reír. Sabía lo que estaba pasando en la cabeza de Miranda; aquel “bien” debía haberle costado un esfuerzo maratónico. Qué divertido.

El cordero y las papas aún estaban calientes, de modo que Gonzalo llenó dos platos y los llevó a la mesa. Miranda seguía ahí, tiesa como un palo, con las manos agarrotadas sobre el mantel.

—No has probado el vino —dijo él—. Déjame servirte una copa. Eso es. Mmm, huele bien. Y sabe de maravilla, también. Tenía razón el de la licorería, es una buena cosecha. Mañana compraré otra botella. Miranda, ¿por qué no estás comiendo? Creí que te gustaba el cordero.

Ella se obligó a sonreír, y de la misma manera forzada tomó el cuchillo y el tenedor. Pasaron dos minutos hasta que tragó el primer bocado, y luego hizo una mueca como si fuera a vomitar. Pero era fuerte, de modo que cortó otro pedazo de carne y se lo llevó a la boca. Gonzalo pensó que casi resultaba digna de admiración. Una bruja maldita, sí, pero muy determinada. Lástima que no hubiera puesto esa determinación en un objetivo más noble.

Cuando Gonzalo terminó su plato, Miranda no iba ni por la mitad del suyo.

—¿Qué pasa, no tienes hambre? —preguntó él. La mujer no respondió. Gonzalo llenó su copa de vino una vez más y se levantó de la mesa para mirar por la ventana.

Era una noche sin luna y sin estrellas. Ni siquiera cantaban los grillos en el jardín. “Una buena noche para morir”, pensó Gonzalo, y cerró los ojos un instante. Luego se dio vuelta.

Miranda tenía una pistola y la apuntaba hacia él con manos temblorosas.

—¿Qué fue lo que me hiciste? —preguntó ella.

—Vamos, como si no lo supieras.

Miranda gimió pero no dejó de apuntar. Gonzalo bebió un poco más de vino. Qué delicioso era, con un toque de frutos silvestres. Perduraba en la boca como el beso de una amante. El hombre sonrió.

—Tú me quitaste lo que yo más quería —dijo él—. Ahora yo te quitaré lo que tú más quieres. Adelante, dispara.

—No. No. —Miranda empezó a llorar.

—Te dije que me las pagarías. Dispara. Sé cuánto lo deseas. Yo estuve en la misma situación que tú, ¿recuerdas? No olvides darle las gracias a Catrina después de mi muerte. Me jodió la vida, pero esa expresión en tu cara vale oro. Dispara.

La sonrisa de Gonzalo se hizo más amplia, y Miranda disparó. La primera bala se incrustó el marco de la ventana. La siguiente pasó a través de la copa de vino y le dio a Gonzalo en el pecho. Por un segundo él sintió como si le hubieran clavado un punzón incandescente, pero la tercera bala le dio en la cabeza y el mundo se apagó con un estallido rojo. El hombre cayó al suelo sobre los fragmentos de cristal empapados en vino.

Miranda no soltó el arma. Su cuerpo se estremeció por el llanto, y tambaleándose caminó hasta donde yacía Gonzalo, inmóvil y sangrando. Permaneció allí por un rato, sin dejar de llorar, y poco a poco levantó la pistola. El cañón estaba tibio cuando lo puso en sus labios.

La mujer apretó el gatillo una vez más y luego hubo silencio.

(Continuará...)

Gissel Escudero

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Hechizo de odio, hechizo de amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora