Capítulo 4.

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Las cosas no habían cambiado demasiado para Julieta en esas semanas. Solamente había comenzado a salir a pasear. Para ella, caminar en solitario ayudaba a pensar. Había muchas cosas en las cuales debía concentrarse, su vuelta al colegio, su futuro y ella misma.

Caminaba por el parque o por el centro de la ciudad, pero siempre sola. Sus ojos se perdían en pequeños detalles de lo que la rodeaba alrededor: en la arquitectura del pueblo, en las personas. Se había vuelto bastante observadora. Algunas veces, se dejaba acompañar por Caro.

Una de esas tardes, soleadas y frescas de otoño, en la que las hojas de los alerces y cipreses se desbocaban como una lluvia rojiza y amarillenta, Julieta se encaminó con distracción hacia donde se encontraba la Reserva ecológica de Carillanca, la cual se extendía más allá de las afueras del pueblo y hacia las montañas.

Era un lugar cercado con una alambrada, porque a pesar de ser un lugar turístico, era una propiedad privada.

Julieta sabía, que para acceder, tenía que pagar. Pero algo tan bonito no debía estarle vedado a nadie, pensó. Se sintió invitada por la naturaleza.

Respiró profundamente, y sus pulmones se llenaron de algo más que el mero aire de las montañas.

Entonces, entre el camino de tierra como único testigo, advirtió que allí no había nadie más que ella y la alambrada que pudiera juzgarla. Y contrario a sus ideas morales y años de educación familiar, tuvo la necesidad de romper las reglas que conocía. La entrada estaba inminentemente prohibida a menos que un guía local te acompañara. Pero nadie se enteraría de esto. Sería un secreto entre Julieta, y el bosque.

La adrenalina viajó por todo su cuerpo desde el momento en que se decidió a traspasar los alambres. Miró alrededor para comprobar que nadie la veía, y al confirmarlo, con suma emoción balanceó una pierna entre ellos y agachó el cuerpo, para pasar el resto después.

Y así como así, ahí estaba: violando la ley por primera vez en su vida en la Reserva de Carillanca. La propiedad de una importante familia. La sensación fue rara, entre liberadora y excitante. Después de dar el difícil primer paso, y superarlo, decidió dar un paseo por el bosque.

Hacia el oeste, se veía que el bosque se espesaba mucho más y los árboles aumentaban su tamaño, dejándolo casi en penumbras, en la oscuridad en la que habitaban los seres mágicos de las leyendas.

En ese tranquilo y hermoso lugar, Julieta creyó encontrar la paz necesaria que necesitaba para pensar en su novio sin que nadie la obligase a lo contrario. Allí estaba lejos de miradas conocidas y de consejos que no tenía ganas de escuchar. El sol y la brisa la invitaban a relajarse y dejarse llevar. La envolvió el rumor de las hojas y el olor a tierra húmeda, había «algo» que la invadió por dentro, una sensación expandiéndose por su pecho, un perfume de otoño, natural y rico que perduraría en la conciencia de Julieta durante mucho tiempo, cuando se transformara en un recuerdo. Allí, tenía ganas de sentirse viva. Como cada árbol y cada flor, cada pájaro y cada piedra.

Al girarse, descubrió que la alambrada había quedado bastante lejos. El sonido de sus pasos sobre el terreno le pareció diferente al que hacía por las calles del pueblo. Cada tanto, cruzaba bifurcaciones de los senderos habilitados para turistas, que estaban rodeados de arbustos y matas de flores. Se sintió como caperucita y comenzó a recoger algunas a medida que se iba internando más y más profundo.

De pronto, se quedó muy quieta.

Después de tantos días de encierro, de soledad y absoluta melancolía, Julieta Fellon se descubrió a sí misma sonriendo de nuevo. Estaba feliz.

Su expresión cambió de repente cuando otra cosa llamó la atención de la joven. Esta vez fue de sorpresa. Algo se escuchaba cerca de allí. Parecía música. Música en el bosque. Como si los árboles de la Reserva pudieran crearla por sí mismos. Y su sonido era tan hermoso que parecía ejecutado por elfos, como un hechizo.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora