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La joven despierta. Comprende que está viva. Esta idea la decepciona de alguna manera que no puede expresar. Está viva y todo su cuerpo es dolor. «Mi nombre es Dolor», piensa aunque sabe que ése no es su verdadero nombre. No hay otro pensamiento coherente en su cabeza. Dolor, dolor, todo duele. La palabra se repite como un mantra, con el eco de un delirio febril.

Está sumergida en un estanque. En un líquido frío y espeso que la oprime y le hace sentir que se encoge y se asfixia. El frío es profundo y es en gran medida la causa de sus dolores con sabor a calambre. Su mano izquierda está entumecida. Al igual que su pie izquierdo, dormidos, como si llevaran horas sin irrigación. De todos los dolores que son uno solo, esa sensación de ausencia es la más inquietante.

Intenta abrir los ojos y una sinfonía de dolores nuevos y punzantes se apodera de su rostro. Su grito es silenciado por el tubo de oxígeno que comprime sus cuerdas vocales.

Se desmaya. Transcurren segundos, u horas. Tal vez días. Despierta con el frío mordiendo su espalda. El resto de su cuerpo se siente extrañamente aclimatado en ese ambiente uterino.

Esta vez deja sus ojos en paz. El dolor que sintió antes está ahí latente. A la espera de que mire en una u otra dirección detrás de los párpados cerrados.

Dolor es su nombre. Extiende un dedo de la mano derecha, luego otro y otro. Los siente crujir como ramas secas. Cierra los cinco dedos, lentamente, sin fuerzas para apretar. Hace el intento con su mano izquierda. Pero no hay respuesta ni sensación de tacto.

La joven no se llama Dolor. Se llama Blonda. Tiene 16 años y decide que no vale la pena mover los dedos de sus pies. Porque el resultado será el mismo que con sus manos. En cambio dedica su energía a recordar por qué está allí. Por qué duele y por qué vive.

O al menos lo intenta. Las imágenes se escapan apenas cree que las alcanza en su recuerdo. Igual que palabras que se escabullen de la punta de la lengua.

El esfuerzo es tremendo. Se duerme e incluso sus sueños son esquivos.

Despierta. Oye el vago eco de una voz amortiguada por el líquido amniótico donde está sumergida. No entiende lo que dice. Ni siquiera puede organizar sus propios pensamientos. Sabe dónde está. Ciudad Modelo tiene un solo hospital para sus veintisiete millones de habitantes y el nivel de cuidados intensivos está en la cima del aro interior. Por eso el estanque de soporte vital. Por eso el dolor incesante.

Los sonidos se asemejan a una conversación. Blonda se siente tentada a abrir los ojos para mirar, pero tiene miedo. De hecho está aterrada. No quiere sentir ese dolor en su cara nunca más. Con la sensación de espinas entrando en su cuerpo basta y sobra. Pero incluso en este estado, ella quiere mirar. Y ahora que tomó una decisión sabe que debe cumplirla.

Mueve los ojos un poco a la izquierda y el dolor se desata como un choque eléctrico, con náuseas y espasmos. Grita su alarido mudo. Su cuerpo se contrae en la prisión líquida y esta vez no se desmaya. La agonía permanece, se incrementa y se ensaña. Los sonidos del exterior suben de volumen y repentinamente Blonda cae en un sueño vacío. Como si alguien apagara un interruptor.

Dolor es una palabra con vida propia, que se describe a sí misma como su mejor amiga. Unas veces como punzadas. Otras como espasmos. Especialmente como hambre en su estómago vacío. Cada nuevo despertar la lleva a descubrir un nuevo significado para la misma palabra.

«¿Cuánto tiempo llevo aquí?», se pregunta y su voz mental suena quejumbrosa. Sabe que se llama Blonda, por supuesto. Blonda Stál. Stál es su nombre de familia. Su padre es... su madre... No recuerda sus nombres ni sus rostros. Tiene que recordarlos, pero las imágenes le esquivan. Siente el corazón golpeando detrás de las costillas. Su respiración se agita. El esfuerzo es grande y los dolores que parecían relegados a segundo plano regresan en estampida.

Grita su frustración silenciosa hasta que alguien fuera del estanque vuelve a apagar el interruptor. Su último pensamiento no es para sus padres, sino para los médicos que le inyectan somníferos. Y no es un pensamiento amable.

Hay momentos en que está despierta y hay otros en que tiene la impresión de estar en una pesadilla de noche afiebrada. Aunque sabe que no está dormida. Ahora todo momento de vigilia es una lucha obsesiva contra el olvido. No quiere pensar en nada más y la frustración ya no la consume. Porque es inútil cuando no se puede hacer nada al respecto.

En su recuerdo las caras de sus padres no tienen forma. Son manchas borrosas sin ojos ni nariz ni boca. Y los cuerpos adosados a esas cabezas están quietos, congelados en alguna acción sin propósito. «Si pudiera ver a uno solo», piensa Blonda, «tal vez podría recuperar la capacidad para recordar a otros y traer de regreso a mis padres». Se niega a pensar en alguna alternativa.

Dolor es un buen nombre para una persona en su estado. Dolores, eso es. «Mi lado izquierdo se llama Dolores», piensa y se ríe de su propio chiste sin gracia. En su cabeza la risa suena cínica y absurda.

Ahora quiere abrir los ojos y sabe que esta vez logrará su objetivo. Nunca tuvo mucho control sobre sus párpados, porque al igual que el resto de las personas Blonda parpadeaba sólo por reflejo. Pero esta vez intenta abrir únicamente el ojo derecho.

Hay luz ahí afuera. Es un borrón indistinguible. Pequeños destellos de color aquí y allá. Las figuras adquieren nitidez lentamente y Blonda siente que no hay sorpresa en lo que ve, ni espanto ni nada.

Delante de ella hay una breve galería curva. Apenas iluminadas por el reflejo de docenas de estanques de soporte vital ordenados junto a los muros, que se pierden a lo lejos en la curvatura del edificio. Las luces en los paneles de diversos equipos repartidos entre los estanques agregan destellos de colores parpadeantes.

Los estanques no están vacíos. El que está inmediatamente delante de Blonda contiene a un hombre adulto, macizo, del que sólo se distingue la parte superior de su cuerpo. Desde el gran muñón que nace en su cintura se desprenden tubos que le hacen parecer un calamar gigante. Al hombre le falta el brazo derecho, tiene el rostro cubierto con una máscara de la que salen tubos negros y con el brazo izquierdo la está saludando. Sí, también está despierto.

Todos los estanques contienen cuerpos mutilados. Algunos se mueven, otros parecen muertos, con mangueras que salen de sus bocas y traseros. Blonda no va a mirar hacia abajo porque incluso en este estado reconoce la inutilidad de su acto. Y a pesar de lo inútil que parezca, quiere llorar.

Quiere cerrar su ojo derecho para no ver más esa galería de desnudez mutilada, pero no puede. Mira todos los rostros enmascarados intentando reconocer el de su padre o su madre. El corazón le palpita con fuerza y de inmediato aparecen dos médicos. Uno de ellos tiene un cartel y lo coloca a la altura del rostro de Blonda. Dice «vas a estar bien». El otro médico manipula los controles del estanque y pronto los somníferos lavan el espanto y empujan a Blonda al lugar donde no existe conciencia.

Las luces se apagan, pero logra ver dentro de su cabeza a su padre en medio del nubarrón de oscuridad, sentado a la mesa con una taza de té en la mano, sonriendo a su esposa que trae una sartén con huevos revueltos para el desayuno. Y esta imagen hermosa viene acompañada por una horrible certeza.

Ambos están muertos.

Blonda StálDonde viven las historias. Descúbrelo ahora