Prefacio

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¿Saben qué era peor que levantarse un sábado a las siete de la mañana?

Levantarse un sábado de una calurosa mañana para asistir a clase. Pero no a cualquier clase, estoy hablando de la clase que más odiaba.

¿Por qué demonios acepté venir?

No fue porque mi madre me haya amenazado con quitarme el celular por una semana, tampoco fue por el hecho de que mis notas estaban cayendo en picada, ni mucho menos para admirar a esos populares, que convenientemente estudiaban en mi clase. Riquillos, bien vestidos, guapos, con carros último modelo... ¿A quién le importaba eso? Cuando seguro estaban más vacíos que un barril sin fondo.

Lo que me había hecho arrastrarme a través de las sábanas cuando los rayos del sol se filtraron por mi ventana, fue la posibilidad de que por reprobar una clase tan mundana como Educación Física, pudiese asistir a clases de verano. O al menos eso fue lo que me dijo el consejero de la escuela, el señor Jenkins.

Ni loca iba a pasar un mes entero con los mandriles, y otras especies de monos que iban a parar allá. El repaso general de todas las clases era lo de menos. Perder mi poca tranquilidad era lo que me preocupaba. Y para mi buena suerte -o desgracia-, la clase de hoy tenía como fin ayudar a los no-deportistas como yo.

Supe que el día sería un desastre -por no decir un asco-, cuando el autobús me dejó y tuve que correr hasta el patio de la escuela para llegar a tiempo. Había llegado un minuto antes de la hora pautada, pero como definitivamente no sería mi día, el profesor de Educación Física, mejor conocido como el entrenador Kroeger, me reprendió frente a toda la clase cuando me preguntó por la gorra que pidió como requisito principal para hoy y yo sólo me encogí de hombros.

¿Qué más podía hacer? La había olvidado. No había que ser muy inteligente para darse cuenta, cuando llegué con la cabeza descubierta, a diferencia de los presentes, quienes llevaban gorras personalizadas. Y como para terminar de desmotivarme, mientras buscaba con la mirada a alguien, e ignoraba las sonrisas burlonas que Amy Abadear y sus seguidoras me ofrecían, me percaté de que mi única amiga en la clase estaba ausente.

El entrenador Kroeger dio un pitazo, y según la forma como nos había amaestrado, significaba: "formar una fila". Eso fue lo que hicieron rápidamente, a diferencia de mí, que se ubicó lentamente casi al final de ella. No es por excusarme, pero había corrido casi un kilómetro de mi casa a la escuela y ya me sentía exhausta.

-Bien, los veo muy animados el día de hoy -comenzó a decir el entrenador-. ¿Qué tal un amistoso juego de Kickingball?

Un murmullo general se formó.

Como no tenía a nadie con quien cotillear al respecto, me mantuve callada y de brazos cruzados.

-¡Silencio! -proclamó el entrenador con impaciencia-. Si no hay quejas, entonces eso es lo que haremos.

Un brazo se levantó sin previo aviso entre la multitud.

-¿Si, señor Jones?

-Si esto es un juego amistoso, ¿dónde quedan los puntos qué nos prometió? -luego repuso orgulloso-: Claro que, yo no los necesito. Sólo hablo por los demás.

Los deportistas no estaban obligados a venir, pero tenían una reputación que mantener y les encantaba lucirse frente a las chicas y los más enclenques.

-Siempre tan amable, señor Jones -respondió el entrenador, con un sarcasmo que el chico no pareció notar, a juzgar por su petulante expresión facial. Sin embargo, un escalofrío recorrió mi espina dorsal, cuando una cruel sonrisa cruzó por los labios del mayor-. Por amistoso, quiero decir que se respetaran todas las reglas y cada jugador deberá esforzarse al máximo. Después de todo, el equipo ganador será quien se lleve los puntos.

Conduciéndome a la locuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora