Juan sin corazón

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Fue durante la misma tarde de otoño, cuando el nuevo capitán de la gendarmería de Villa Gris, Fernando Hierro, asumió el mando por un pedido que le hizo al Conde y Terrateniente de la región, Conrado III El Grande; y Juan, un simple plebeyo, recibió el castigo por ofrecer su corazón a una bruja para que le arrancase la desesperación y el dolor de un mal amor, del desengaño. Fue esa misma tarde en que ambos se cruzaron, él en su caballo y Juan arrastrando los pies por la vereda y, a pesar del gentío y de la bulla, se miraron, él sin reconocerlo y Juan sin recordarlo.

Es misma noche, el silencio de la villa que dormía se vio roto por el barullo de muchos silbatos. Los gendarmes corrían por las calles y las personas despiertas se encargan de despertar a las aún dormidas. Todos hablaban y murmuraban en medio de una confusión que crecía. «¡Han matado a un hombre!» «Lo han descuartizado, entre varios de seguro» «Pobre diablo desdichado. Lo conocía, era amigo de un amigo, dicen que fue el padre de su amada, que tomó su corazón en venganza» «No, yo he oído que lo mató un loco fugado del sanatorio» «¿Y qué dice el Capitán?» «Nadie lo sabe, está allá en el lugar, pero la calle ha sido cerrada. Dicen que él vio al asesino, lo persiguió y se batieron a duelo de pistolas, pero el otro fue más rápido» «¿Y el capitán está herido?» «¡Qué sé yo! Eso fue lo que me han contado»

-¿Cómo era el criminal, Capitán? –preguntó un joven gendarme al superior.

Fernando Hierro le lanzó al muchacho una mirada severa. Frunció los labios y miró el cuerpo en el suelo; iluminado por la luz cálida de unas linternas de aceite colocadas alrededor del patio.

-¿Es que estás haciendo caso de los rumores y crees que lo he visto? –Preguntó con voz dura-. Tu trabajo no es preguntar, sino responder. Dime tú cómo era y te promoveré de rango en este instante. Y si por allí sospecho que te guías de lo que la gente habla, te enviaré a azotar cual mula en el arado.

El joven quedó petrificado.

-¡Responde! –Vociferó el capitán.

-Lo siento, no tengo manera de saberlo, señor –se apresuró el muchacho.

-¡Entonces qué haces aquí! –Exclamó el capitán-. Hay un criminal por las calles, será mejor que me traigas información confiable –el capitán se hizo a un lado de la calle para dejarle paso al joven-. Ve a los bares y tugurios, indaga entre los marinos que recién han llegado al muelle. Sospecha de cualquier individuo de contextura delgada y altura similar a la tuya. ¡Y por Dios santo, ve de civil y no con uniforme! No vuelvas hasta que tengas noticias.

El joven oficial dudó un momento, pero luego salió disparado perdiéndose en la oscuridad de la calle. Fernando dejó escapar entonces una sonrisa breve que cambió por completo su semblante duro.

-¿Cómo sabe su contextura, capitán? –preguntó otro individuo de cabello y barba canosa.

El capitán lo observó un instante y preguntó:

-¿Cuál es su nombre, oficial?

-Octavio de la Esperanza, mi señor. El segundo al mando después de usted.

Fernando asintió con la cabeza, se recostó sobre la pared y encendió un cigarrillo. Inspiró unas veces y dejó que el humo escapase despacio y espeso por su boca.

-A veces hay que ser duros para desatontar a los novatos –dijo exhalando el humo, como si no hubiese oído la pregunta-. Con eso bastará para que ese muchacho sea un buen capitán algún día.

Luego avanzó y subió a una grada, y desde allí caminó por un pequeño muro hacia el otro lado del patio, lejos de luz de las lámparas; quedando sólo a la vista el cigarrillo encendido, flotando en la negrura.

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⏰ Última actualización: Oct 18, 2013 ⏰

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