La santa de los imbéciles

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La santa de los imbéciles

Alejandro León Meléndez

***

El anciano andaba con el brazo en la espalda —el muñón le quedaba a la altura de la cadera— y, encorvado, avanzaba con rapidez. Demasiado aprisa, pensaba el conductor varado, para un hombre de su edad. No colocaba el brazo en esa posición para ocultar la falta de mano. Al conductor varado le pareció que se trataba de una postura aerodinámica que le permitía saltar entre piedras y recorrer grandes distancias en poco tiempo.

        —¡Mujer! Este hombre se ha quedado sin auto—.

        La mujer del anciano manco se asomó por la ventana de la cocina para observar a los dos hombres que avanzaban hacia la casa.

        —Ya anochece— contestó la vieja, y el conductor varado se preguntó por qué esas ganas de decir cosas evidentes.

        —Es mi mujer— aclaró innecesariamente el anciano sin mano—, le servirá algo de cenar y luego le pondrá cobijas en la cama de mi hijo, el mayor, que ya casó y vive con mujer e hijos en la otra calle. Son unos escuincles preciosos y listos, mis nietecitos. Ay, si los conociera.

        El conductor varado se detuvo. Inspiró profunda y rápidamente antes de llamar al viejo que se adelantaba con su paso veloz.

        —Disculpe, señor, disculpe. Sólo necesito que me deje usar su teléfono o, si no tiene, me permita recargar el celular, por descuido olvidé el cargador del automóvil en casa. No pienso quitarle más de quince… veinte minutos por más.

        Sin detener el paso, y casi entrando a su casa, el anciano respondió:

        —Como usted desee, pero mi mujer hace unas enchiladas deliciosas, y en la cama de mi hijo se duerme muy bien.

        El conductor varado reanudó su paso con más calma. Segundos después entró en la casa. Lo primero que vio fue al viejo ya sentado a la mesa de un comedor sencillo. Con una sonrisa señalaba una silla. Ande, siéntese joven, le dijo con sus ademanes.

        —Gracias, muchas gracias, pero no tardaré mucho. Con que me permita conectar el teléfono podré hacer la llamada. No tardaré nada.

        De la cocina salió la esposa del anciano manco. Sostenía dos platos humeantes. La mujer le sonrió lo mismo que su marido, y con el gesto le dijo lo mismo: siéntese y coma.

        —Yo… no quisiera molestarlos… sólo es una llamada, olvidé el…

        No pudo decir más: la mujer sostenía cada plato con dos dedos. Eran tenazas gordas. Las extremidades de un cangrejo. La mirada del conductor varado se posó sobre la deformidad de la señora. Entonces recordó cuando, siendo pequeño, sintió fascinación por las malformaciones humanas. Cuando preguntaba al papá por qué no tenía otra cabeza, o por qué no poseía dos estómagos en su interior, por qué no tenía los huesos más fuertes y rígidos, por qué no era un hombre pequeño como los del circo, por qué no tenía la piel de un cocodrilo o porqué no tenía púas por cabellos.

        Guardados en viejos archivos de la casa paterna, el conductor varado tenía libros con ilustraciones a una sola tinta. Poseía, enmohecidas, revistas con fotografías borrosas. Recortes de periódicos, videocassetes con grabaciones de la televisión, los programas y los boletos al museo de cera, a las ferias y circos. También guardaba dibujos hechos por él mismo o por los amigos a quienes convencía de que le hicieran un hombre gigantesco, un bebé con cuerpo de rana, un animal sin ojos y sin cara.

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