La camarera.

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—Buenos días, señor.

La camarera era bastante guapa, aún sin pintar: ni los labios, ni siquiera una sombra de color en los pómulos o en los ojos: tenía una pinta diferente a las chicas que conozco, como si acabara de lavarse la cara y peinarse.

—Ah, hola. ¿Qué me puedes traer?

—¿Qué necesita, señor?

—¡Uf!, buena cosa me preguntas... Necesitaría una vida nueva. ¿Me puedes traer eso?

Ella sonrió, como si ya supiera lo que le estaba contando.

—He estado antes ahí, señor. Pero por desgracia eso es algo que se tiene que trabajar usted solo.

—Supongo, — dije yo, admirado de que no me hubiera mandado a hacer gárgaras. —Dime, muchacha: ¿cómo te llamas?

—Éinyel.

—Ángeles.

—No: Éinyel.

—¿Eres inglesa?

—Sí. ¿Cómo lo sabe?"

—Por el nombre. Aunque tu acento es impecable. Hace mucho tiempo que estás en España, ¿no?

—Sí, señor. Mucho. No quiera usted saber cuánto.

—Bueno, pues tráeme una cerveza.

—Bien, señor. ¿Algo más?

—No. ¿Hay Guinness?

—Sí, señor.

—Pues una Guinness, por favor. Estoy seco.

—Seco de algo más que agua, si me permite decirselo, señor.

—Pues sí. De agua, de relaciones, de alegría de vivir... Tengo sed de todo.

—¿De amor?

—Sobre todo. No recuerdo cuándo fue la última vez que le dije 'Te quiero' a alguien...

—¿Se lo ha dicho alguna vez a sí mismo, señor?

Me quedé mirando a aquella muchacha tan joven y tan profunda a la vez. Una de las dos cosas tenia que ser mentira.

—Pues no. ¿Debería?

—Señor: si no se aprecia usted a sí mismo, si usted no tiene valor para sí mismo, si usted no se quiere, ¿qué le puede usted ofrecer a los demás? ¿Qué de valioso tiene usted para entregar a quien quiera?

Sin saber qué decir contemplé a aquella muchacha, que de pronto recordó que había otros clientes que atender.

—Perdone, señor, voy a traerle su cerveza.

Y desapareció. La vi dirigirse al interior del bar que servía la terraza donde yo estaba sentado, hasta que entró por la puerta y se disolvió en su sombra.

Inmediatamente salió otra muchacha, esta pelirroja, y se dirigio directamente hacia mi mesa".

—¿Qué va a tomar, señor?

—Ya, ya se lo he encargado a tu compañera.

—¿A mi compañera?

—Sí. Éinyel me ha dicho que se llama.

—No, señor, aquí no hay ninguna camarera que se llame así. Sólo estamos Úrsula y yo, Karin.

          Murcia, a 18 de julio de 2013.

NOTA.- En el séptimo cuento de "El libro de las crónicas angélicas y las anécdotas diabólicas", http://www.amazon.es/dp/B00IO6JSRI/, se presenta este cuento desde el punto de vista de la camarera.

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