El Dios Reptil

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 Luir de la Arquena, Conde de Amburgo y Barón de la Tierra de Arquena, se despertó con un jarro de agua fría en la cara. Abrió los ojos de súbito, llevándose un susto de muerte. Dio un respingo y de seguido se estremeció empapado. Le dolía todo el cuerpo. Ya no portaba su armadura, sino que vestía el ridículo camisón que siempre llevaba bajo ésta en batalla. Había perdido sus botas, sus armas y todo aquello que poseyera en el mundo. Hacía días que había dado su vida por finalizada, y al despertarse de ese modo le vino el recuerdo de todo lo sucedido.

Un hombre que se vestía con unas pieles que apenas le tapaban la desnudez, le dio una patada en un costado sobre alguna herida, produciéndole aún más dolor. Él se encogió, metido en el agujero que estaba. Habían cavado un hoyo en la tierra, en mitad de la selva, y lo habían arrojado dentro. Sus arañados aún permanecían en la pared de barro, de la noche anterior. Unas rocas en el suelo daban cuenta de su fracaso por huir. El hombre le tomó del camisón, gritándole en alguna lengua incomprensible, obligándolo a levantarse. Luir hizo caso con dificultad, dirigiéndose a la escalera por la que había bajado el otro. Arriba le esperaban otros cuatro, que gritaban con júbilo, animados ante lo que ocurría, o estaba a punto de ocurrir… ¿Sería el final del camino? ¿Iban unos salvajes de un continente alejado a acabar con su vida?

Subió por la rudimentaria escalera y antes de llegar arriba los otros lo agarraron alzándolo. Él trató de resistirse, pero le fue imposible, y acabó atado a un gran tronco clavado en el suelo. Estaba justo ahí, como si esos salvajes se hubieran pasado la mañana preparándolo. Lo amarraron con varias cuerdas, por el cuello, el pecho y los brazos, y las piernas. Estaba totalmente inmóvil. Entonces el que lo había despertado tomó una rudimentaria hacha y se dirigió a él. Dijo unas palabras, esta vez más calmado, que hizo que los demás estallaran en risas, y se lo quedó mirando. Luir estaba muerto de miedo. El salvaje sonrió una vez más, para después empuñar el hacha hacia su cuello. Todos alrededor se callaron, y Luir se temió lo peor. El otro se colocó en posición, y tras un segundo exacto lanzó el arma hacia su cuello, deteniéndose a una pulgada de su piel. Luir tragó saliva, y todos volvieron a reírse. Algunos dijeron algo, pero no pudo entenderlos. El del hacha casi se cae al suelo de la carcajada, mientras él no podía ni moverse. Se habría enfurecido si le hubiera servido de algo, pero en realidad hubiera preferido que el salvaje acabara con todo aquello. En lugar de ello, tras recuperarse de la risa, giró alrededor del tronco, colocándose a su espalda, y dirigió un golpe seco contra la base del madero, talándolo. Luir cayó de bruces contra la tierra húmeda, con tronco y todo, y aquello le dolió muchísimo. Debió rompérsele la nariz, pues comenzó a sangrar en exceso. Todos continuaron riéndose un rato, mientras lo cargaban al costado para llevárselo de allí. Quedó bocabajo, atado por completo al tronco, ahogado por la soga al cuello y chorreando sangre.

No sabía si aquello sería bueno o malo, pero al menos seguía vivo. Comenzó a gritar con el trote, maldiciéndolos, a los salvajes y a esa tierra que aborrecía. Una asquerosa jungla en la que no había nada salvo hombres que vivían como bestias, insectos y lagartos. Y que a saber dónde se lo llevaban ahora. El camino fue largo, varios días le tuvieron atado a ese tronco, sin darle agua o comida. Desfalleció, se desmayó en alguna ocasión, pero no llegó a morirse. En momentos volvió a desearlo. Tuvo tiempo de pensar en lo que dejaba atrás, en su vida, su hogar, su familia, sus tierras y su gente. Ya jamás regresaría, lo sabía. Maldijo el día en que el Rey Fernan IV le hubo enviado a explorar esas tierras. Había que evangelizar a los salvajes, establecer un campamento, y conseguir todo el oro posible… La idea no le pareció mal cuando el Rey en persona le recomendó para la hazaña. Partió junto a muchos hombres, navegando los Mares del Mundo, cruzando el Gran Océano que separa el viejo continente del Nuevo Mundo de Lusituria, siguiendo rutas que ya otros habían trazado antes, al sur de los Mares de Eldor, el Torturado. La Tierra de Lusituria le pareció atractiva al principio, admitió, pero en lo que se convirtió después no le gustó nada. Aquel paraíso tropical de palmeras y animales exóticos, de playas de sueño y de oportunidad, había resultado ser una verdadera trampa mortal. Algunos de aquellos animales exóticos habían resultado tremendos monstruos, eran reptiles de diferentes tamaños, algunos muy grandes y muy fieros. Los había de todos los tamaños, como si en esa tierra de selva y altas montañas aquellas criaturas hubieran podido vivir hasta esos días. Había llegado a ver uno más grande que cualquier castillo, con el cuello y la cola tan largos como para aplastar muchas haciendas… Aquellas tierras no serían jamás conquistadas por la Corona de Tronia ni por nadie. Tenían la creencia de que al norte habitaban elfos, por eso tras establecer un campamento amistoso con los nativos de la costa, había marchado hacia el sur. El pequeño ejército que el Rey había enviado para su causa fue completamente inútil en la selva. Libraron demasiados combates contra enemigos que ni veían, y al final, rodeados y superados en número, habían sido derrotados. No sólo él había salvado la vida. Buenos hombres como Rovar, hijo de Riquerd, Conde de Vigilans, que fue un buen guerrero... Lo mataron a la tercera noche, en un ritual que acabó con su cuerpo mutilado por diferentes partes, con toda la tribu rodeándolos cantando. Quedaron otros dos. Leonel, de Trivia, y Jonás, de Fleuridain. El primero nunca despertó de aquella tercera noche, y del otro no sabía nada, pues los habían separado.

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