La puta de Babilonia

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El siguiente en la lista de los Inocencias, el cuarto, quien en el clímax de su delirio se designaba a sí mismo praesentia corporalis Christi, fue el que azuzó a la Inquisición, con su bula Ad extirpanda, a usar la tortura para sacarles a sus víctimas la confesión de herejía. Y otro Inocencia, el octavo, no bien fue elegido papa (en un cónclave presi-dido por el soborno y la intriga), promulgó la bula Summis desideran-tes affectibus que desató la más feroz persecución contra las brujas; a su hijo Franceschetto lo casó con una Médicis, y para refrendar el trato nombró cardenal a un hijo de Lorenzo el Magnífico, Giovanni, que entonces tenía sólo 13 años. A los 37 este Médicis habría de as-cender al papado, que se parrandeó de banquete en banquete en una sola y continua fiesta. Se puso León X, aunque del feroz animal sólo tenía el nombre: gordo, miope, de ojos saltones, cabalgaba de lado como mujer a causa de una úlcera en el trasero adquirida tal vez en sus devaneos homosexuales y que le amargaba, aunque no mucho, la fiesta. Los burdeles de la Ciudad Eterna (que contaba entonces, entre

sus cincuenta mil habitantes, con siete mil prostitutas registradas) le pagaban diezmos. Vendió en subasta dos mil ciento cincuenta pues-tos eclesiásticos, entre los cuales varios cardenalatos a treinta mil ducados el capelo, si bien a su primo bastardo Giulio de Médicis (el futuro Clemente VII) le dio el capelo gratis: el suyo propio durante la ceremonia de su coronación, tras quitárselo él mismo para chantarse la tiara pontificia. El Tribunal de la Historia, que juzga pero no casti-ga, registró sus primeras palabras como papa, dirigidas en ese ins-tante a su primo, alborozado: "Ahora sí que voy a gozar". Las noven-ta y cinco iracundas tesis de Lutero no le hicieron mella. Era un espí-ritu feliz, en las antípodas del agriado Pablo IV de nuestros días, y sólo mató a un cardenal: al pérfido Alfonso Petrucci de Siena, quien en un complot con otros cuatro purpurados lo quería envenenar con-tra natura, haciendo de una salida entrada: le habían dado al médico toscano Battista de Vercelli la consigna de aplicarle a Su Santidad, con el pretexto de tratarle la úlcera, un tósigo maquiavélico, florenti-no, por el antifonario. No se les hizo. El papa descubrió la conjura-ción, ejecutó a Petrucci, puso a pudrirse en la cárcel a los otros cua-tro cardenales y vivió varios años más, feliz, con la conciencia tran-quila y disfrutando de lo que Juan Pablo II llamaba hace poco, en pleno epicentro del sida en África Central, "el banquete de la vida", hasta que lo llamó doña Muerte a su banquete de gusanos: como a tantos otros papas que lo precedieron o siguieron, le mandó en el ve-rano sofocante de Roma una cattiva zanzara que le inoculó la mala-ria. Pero para terminar con Inocencio VIII, fue este otro maestro de la simonía el del acierto de llamar "Reyes Católicos" a Fernando e Isabel, los de España. ¡Qué menos para un matrimonio que persiguió a moros y judíos, que fundó la Inquisición española y que patrocinó a Torquemada! De los miles y miles de inocentes que este dominico vesánico torturó y quemó, ellos en última instancia son los responsa-bles, por ellos se fueron derechito al cielo.

Tras Beziers cayó Carcasona, donde Amalrico hizo conde de la ciudad a un veterano de la Cuarta Cruzada, Simón de Montfort, entregándole de paso el mando del heterogéneo ejército con la recomendación de que tratara a toda la Occitania como tierra de herejes y se sintiera libre de exterminar a cuantos quisiera sin tomar prisioneros. Consejo que en un principio el flamante conde no siguió: en Bram no mató ni uno, a todos los cegó. O mejor dicho a todos menos a uno que dejó tuerto para que con su único ojo pudiera guiar hasta Cabaret al resto, la columna de ciegos que avanzaba así: el ciego de atrás con las ma-nos puestas sobre los hombros del ciego de delante, y delante de to-

dos el tuerto, de suerte que a la vista del ciempiés alucinante les acometiera a los enemigos de Inocencio el saludable temor a Dios. Cuarenta y ocho años tenía entonces este pontífice que había sido elegido a los 37, a la misma edad de Giovanni de Médicis: pocos comparados con los 78 a que se encaramó al trono de Pedro nuestro actual Benedicto XVI, pero muchos frente a los 20 a que fue elegido Juan XI, o los 16 a que fue elegido Juan XII, y ni se diga los 11 a que fue elegido Benedicto IX, el Mozart o Rimbaud de los papas. ¡Qué precocidad! Y dejen la religiosa, ¡la sexual! Todavía con su aguda voz infantil con que entonaba latines, su impúber Santidad ya andaba detrás de las damas. ¡No haber vivido yo en su Roma para acogerlo con el precepto evangélico "Dejad que los niños vengan a mí"! ¡Qué íntimas cuerdecitas no le habría pulsado a ese laúd!

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⏰ Última actualización: Jun 26, 2009 ⏰

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