Capítulo V Inmersos en la Oscuridad

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Aquellos días con Maurice en mi villa fueron trascendentales. No porque estuvieran carentes de penas, al contrario, en aquel tiempo los dos teníamos en nuestros ojos el rastro de haber vislumbrado el abismo. Pero estábamos juntos y eso fue suficiente para que ambos empezáramos a levantarnos de las cenizas y se enlazaran nuestras vidas definitivamente.

Sí, Maurice también estaba destruido. No me percaté al principio por encontrarme centrado en mi propia desgracia. Era evidente que si tenía ante mí al misionero jesuita, que partió años atrás lleno de convicción y dicha rumbo a lo desconocido, se debía a que su sueño se había frustrado.

¡Ay, Maurice, perdóname por no haber reconocido tu corazón roto! El único egoísta entre tú y yo era aquel a quien pediste perdón ese día... ¡Ah, hermoso corazón, viniste a mí a confesar una culpa que era más mía que tuya!...

Ya estoy confundiendo todo. Para que alguien pueda entender lo que he dicho, debo ser más claro y explicar el incidente del río.

Maurice se aseguró de que yo despidiera a mi amante y se dedicó a distraerme para que no volviera a beber durante las siguientes semanas. Fue un estricto capitán de un regimiento indisciplinado: me obligaba a ir a la cama temprano y a levantarme antes que el sol para caminar por el bosque. Solía guiarme hasta un lugar en el que el amanecer podía verse con todo su esplendor.

El ocaso y el alba siempre fueron temas obsesivos para él. Los consideraba una majestuosa pintura de su divino artista y comparaba su vida con esos momentos, en los que el día y la noche se abrazan para que uno de ellos engendre al otro al morir.

—Así es la vida —me dijo en uno de aquellos memorables días—. Estamos en la luz y nos sentimos a oscuras o nos creemos iluminados y en realidad caminamos a ciegas en medio de una noche terrible. Tal y como se puede en cierto momento confundir el amanecer con el ocaso y el fin del día con su comienzo, confundimos la ganancia con la pérdida y la desgracia con la oportunidad. El problema es nuestra incapacidad para discernir cuál es cuál.

—Yo estoy completamente a oscuras —respondí mientras la luz del sol naciente hería mis ojos.

Jugueteó un rato metiendo su mano en el río, a cuya orilla se había sentado. Yo me encontraba a unos pasos de él, recostado a un árbol; juntos hacíamos un cuadro apacible...

—Un día amanecerá y la oscuridad terminará definitivamente —declaró como si me hiciera una promesa

—Cada día amanece y al final la oscuridad siempre vuelve –repliqué–. Yo soy como tú has dicho: estoy en la luz pero mi alma está sumida en tinieblas —abandoné la sombra del árbol exponiéndome al sol.

Me sentía abrumado y molesto sin tener una razón específica, mi existencia entera me hastiaba

—Abra los ojos entonces, monsieur, y deje que la luz entre —me dijo poniéndose de pie de un salto y abriendo los brazos indicando el hermoso paisaje en el que estábamos sumergidos.

Maurice tenía esa expresión inteligente que le hacía irresistible, sabía que acababa de darle la oportunidad que esperaba para tocar ciertos temas. Me quedé mirándole por un momento, sopesando la situación; era tan simple sonreír y hacer girar la conversación hacia algún asunto más inofensivo, convertir ese momento en uno de tantos en los que hablábamos sin profundizar en nada.

Sin embargo, sabía que tarde o temprano él querría ahondar más y yo quedaría tal y como estaba ahora: expuesto. ¿Para qué postergar el asunto? ¿Acaso no me agobiaba la incógnita de saber si huiría aterrado al ver mi verdadero rostro?

Engendrando el Amanecer IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora